domingo, 8 de mayo de 2011

corazón que se rompe


Ese nerviosismo, esa dolor de estómago permanente, esa jaqueca, ese vaivén insólito al caminar, esas palabras repitiéndose constantemente en la mente y bulliciosamente en los labios, esa manía por inquietarse con lo que a nadie más importa, ese silencio triste, esas manos torpes, esa cabeza que vuela y se golpea sin sentir dolor sino hasta cuando el dolor es demasiado fuerte, esa ebriedad natural.
Estoy sentada y a mi alrededor revolotean cientos de pájaros. Tengo una herida en el cuello, otra en la sien, una tercera en el pecho, una cuarta y otra quinta en cada rodilla, pero no las siento. No puedo sentir nada real, nada objetivo, nada que a cualquier otro vaya a importarle. Sólo me siento a mí misma, cómo se acelera, cómo se detiene el corazón, que zumba, ruge y late nuevamente en forma estremecedora, mareándome, confundiéndome, desmayándome, botándome. Dejándome tirada y sola en el piso. No puedo pensar con claridad: tengo pájaros en la cabeza y soy un corazón.
A veces me echaba sobre brazos ajenos, nunca supe para qué. No había consuelo ni comodidad, mucho menos contención. Estaba desesperada y necesitaba perderme entre los otros, entre los que nunca eran quienes yo quería que fueran. Andaba sola durante horas por las calles, con las manos y los dedos de los pies entumecidos, con la piel seca y las ropas húmedas, de negro entre los grises y rojos, verdes, amarillos y cafés otoñales, preguntándome qué pasaría, cómo acabaría todo, cómo acabaría yo misma, con mi angustia y mi corazón roto. Muerta de pena. Acechada por fantasmas que me hacían renguear entre los muros estrechos que transitaba en el día a día.
Y no hay finales, que aunque siempre sean tristes aunque se les considere felices, nunca realmente son finales, los eternamente tramposos. Los asesinos del amor y de las memorias.

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