Esta noche siento un nudo en la garganta que no se disuelve con una pastilla ni con una cucharada sopera rellena de manjar. Esta noche he sentido algo que hacía tiempo no sentía y ya tenía olvidado.
Hace mucho, tanto, que no recuerdo cuánto, no tenía la experiencia de arreglarme para ver a alguien con la intención de agradarle. Siento, hasta ahora que es tarde y todo ha pasado, que me veo muy bonita, muy bien. De hecho, antes de verlo no me sentía así, sino que sólo sentía nervios. Quizás para explicar esto debí anticipar que el chico al que veía no me atraía como posible novio, nada de eso, sino que me atraía en general, me gusta de veras, lo que sólo se sabe cuando te impresiona conversar con alguien. Para probarlo, afirmo pues que en las relaciones de los últimos 3 años no había sentido algo así, sino que más bien había tomado la ruta del peor es nada y creído en ella. Pero a éste lo admiraba y fui valiente. Me dirigí hasta su casa en una de las capitales más grandes de América Latina y compartí con él la bombilla de una de las bebidas más importantes en la vida de Benedetti y de tantos otros. Conversamos lentamente, con cierta incomodidad y admiración. Inseguridad de por medio más buenas intenciones. Y no podíamos parar de mirarnos, juro que no.
Pero hay tanto y tantos de por medio.
Que he andado triste, helada y nocturna por esta ciudad con la que nos conocemos tan bien. Deambulando. Lamentando tanto.
Yo debí ser una chica con suerte. Ya no me gusta sufrir, menos si no están mis amigas conmigo.
Sin embargo, no me arrepiento de nada. No hay nadie más guapo, hermoso violentamente hermoso, inteligente, sensible, revolucionario, sencillo y culto que él. Y si lo llegara a haber, no habla con acento argentino, y viste.
dando vueltas al día en varios mundos. creando realidades privadas, transformando realidades públicas.
jueves, 24 de julio de 2008
domingo, 13 de julio de 2008
una joven sencilla con las uñas pintadas
Ya no recuerdo ni cómo llegábamos al tema (o, más bien dicho, cómo hacía yo para siempre dar con él en las conversaciones en que participaba), pero lo cierto es que este verano recién pasado (más pasado que recién en verdad) en algún lado oí que la rabia y la pena eran inversamente proporcionales. Es decir, para los que fueron más malos que yo incluso en física, a medida que aumenta el uno disminuye el otro y viceversa. Quizás lo saqué a relucir entre tantos grupos y lo pensé yo sola dándome vueltas en el colchón en tan variadas oportunidades para tratar de encontrar al menos una vez en la historia de mi vida en que yo hubiera sentido rabia. Rabia, saben. Ustedes saben cómo es la rabia, cómo la gente se mata y se insulta con rabia, cómo se llora de rabia, cómo los realistas y los poetas malditos narraron la rabia.
Y no.
Yo nunca en la vida sentí rabia. Hasta este verano.
Luego, al volver a la universidad, mi amiga Fernanda nos confirmó que ella nunca en la vida había sentido envidia, entonces me burlé en secreto de todos aquellos que me miraron en el verano con incredulidad cuando los puse al tanto de mi conclusión. Y no porque yo sea especialmente rabiosa, sino porque sentimientos tan tan pero tan humanos como la rabia y la envidia son absolutamente normales, cada uno los siente a su modo, entonces es extrañísimo que alguien a los veintipico de años te afirme que no ha experimentado alguno de esos dos.
El hecho es que no transcurrieron muchos días desde lo de mi gran amiga para que yo supiera cómo era que se sentía la gente rabiosa. Y he seguido sintiéndolo el resto del año por diferentes motivos, saben. Y no es nada agradable, sino todo lo contrario. No es un sentimiento que nunca hubiera experimentado antes, es sólo que antes, creo, yo me lo comía, me angustiaba, sentía una cosa rara en la garganta, ganas de gritar llorar escapar no sé, y luego, las horas iban pasando, por lo general conversaba con alguien, me quedaba dormida, comía dulces, y la angustia momentáneamente al menos se disolvía, y yo podía seguir ingenuamente viviendo.
La rabia es culpa también, pero la diferencia para mí, según descubrí, es que la rabia es una culpa compartida. No te la quedas. Es decir, la parte que te quedas (que no es una porción mezquina precisamente, sino que es una bazofia de porción) se traduce en una impotencia terrible, y lo demás, son ganas de matar a otra persona. Te sientes traicionado. Traicionadas tus expectativas. Y quizás por la forma de ser mía, tan distinta a la de la Fernanda, es que siempre hay un condimento envidioso, ese componente malidicente que me hace sentir desprecio por alguien... eso, cuando siento rabia.
La primera vez que sentí rabia la recuerdo con pesadumbre, con horror, con ganas de que nunca me vuelva a pasar algo como eso. Era una situación súper ultra súper complicada, que más temprano que tarde me haría comprender lo estúpida que fui en situaciones similares y anteriores, y lo estúpida que estaba siendo esa vez también. Pero asumo que ella fue diferente. Porque esa noche, cuando me acosté sola en mi cama, prácticamente autoamordazada para que mis abuelos y mi primo no oyeran mis sollozos furiosos (llenos de rabia, según comprendería), para dormir sola en mi cama y despertar sola en mi cama. A acostarme para dormir bien antes del seminario que había estado preparando con dolor porque hablaba de un tema tan sensible en ese momento, dios, relacionado con lo que después compremdería que era mi rabia, y despertar al puto día con tantas caras que enfrentar, entonces, empecé a dar puñetazos ciegos contra la almohada y a llorar suplicante, víctima, triste, desorientada, maniatada prácticamente para no arrancarme las mechas de la cabeza ni la camisa de dormir a jirones.
Yo no me había sentido así antes. Ni por situaciones como la que había vivido ese día, ni por nada.
Y a medida que opté por alejarme de esas situaciones que me dañaban y me habían sentir tanta rabia, racionalicé y llegué a esta conclusión.
Pero los senderos del destino, que quizás estén escritos de antemano, me condujeron a miles de pruebas que me han hecho sentir rabiosa. Es como que a la vida le hubiera quedado gustando la leserita.
Y mi autoexigencia, cada día más fiera y más en contra mía, ama cada vez más los triunfos, pone cada vez más juntos todos los miles de huevos que le quita, con menudo esfuerzo, a tantísima gallina, los ponga cagados, blancos, coloridos, o de oro, en esa pesada canasta, en esa canasta tan llena de historias que quedan sepultadas, ocultas y mudas entre tanto huevo, y si llega a quebrarse, o tan sólo a trizarse, uno de esos huevitos, es como si se riera de mí a carcajadas estruendosas ese día, el primer día de mi vida, en que, a poco andar para cumplir los 21, sentí rabia.
Y no.
Yo nunca en la vida sentí rabia. Hasta este verano.
Luego, al volver a la universidad, mi amiga Fernanda nos confirmó que ella nunca en la vida había sentido envidia, entonces me burlé en secreto de todos aquellos que me miraron en el verano con incredulidad cuando los puse al tanto de mi conclusión. Y no porque yo sea especialmente rabiosa, sino porque sentimientos tan tan pero tan humanos como la rabia y la envidia son absolutamente normales, cada uno los siente a su modo, entonces es extrañísimo que alguien a los veintipico de años te afirme que no ha experimentado alguno de esos dos.
El hecho es que no transcurrieron muchos días desde lo de mi gran amiga para que yo supiera cómo era que se sentía la gente rabiosa. Y he seguido sintiéndolo el resto del año por diferentes motivos, saben. Y no es nada agradable, sino todo lo contrario. No es un sentimiento que nunca hubiera experimentado antes, es sólo que antes, creo, yo me lo comía, me angustiaba, sentía una cosa rara en la garganta, ganas de gritar llorar escapar no sé, y luego, las horas iban pasando, por lo general conversaba con alguien, me quedaba dormida, comía dulces, y la angustia momentáneamente al menos se disolvía, y yo podía seguir ingenuamente viviendo.
La rabia es culpa también, pero la diferencia para mí, según descubrí, es que la rabia es una culpa compartida. No te la quedas. Es decir, la parte que te quedas (que no es una porción mezquina precisamente, sino que es una bazofia de porción) se traduce en una impotencia terrible, y lo demás, son ganas de matar a otra persona. Te sientes traicionado. Traicionadas tus expectativas. Y quizás por la forma de ser mía, tan distinta a la de la Fernanda, es que siempre hay un condimento envidioso, ese componente malidicente que me hace sentir desprecio por alguien... eso, cuando siento rabia.
La primera vez que sentí rabia la recuerdo con pesadumbre, con horror, con ganas de que nunca me vuelva a pasar algo como eso. Era una situación súper ultra súper complicada, que más temprano que tarde me haría comprender lo estúpida que fui en situaciones similares y anteriores, y lo estúpida que estaba siendo esa vez también. Pero asumo que ella fue diferente. Porque esa noche, cuando me acosté sola en mi cama, prácticamente autoamordazada para que mis abuelos y mi primo no oyeran mis sollozos furiosos (llenos de rabia, según comprendería), para dormir sola en mi cama y despertar sola en mi cama. A acostarme para dormir bien antes del seminario que había estado preparando con dolor porque hablaba de un tema tan sensible en ese momento, dios, relacionado con lo que después compremdería que era mi rabia, y despertar al puto día con tantas caras que enfrentar, entonces, empecé a dar puñetazos ciegos contra la almohada y a llorar suplicante, víctima, triste, desorientada, maniatada prácticamente para no arrancarme las mechas de la cabeza ni la camisa de dormir a jirones.
Yo no me había sentido así antes. Ni por situaciones como la que había vivido ese día, ni por nada.
Y a medida que opté por alejarme de esas situaciones que me dañaban y me habían sentir tanta rabia, racionalicé y llegué a esta conclusión.
Pero los senderos del destino, que quizás estén escritos de antemano, me condujeron a miles de pruebas que me han hecho sentir rabiosa. Es como que a la vida le hubiera quedado gustando la leserita.
Y mi autoexigencia, cada día más fiera y más en contra mía, ama cada vez más los triunfos, pone cada vez más juntos todos los miles de huevos que le quita, con menudo esfuerzo, a tantísima gallina, los ponga cagados, blancos, coloridos, o de oro, en esa pesada canasta, en esa canasta tan llena de historias que quedan sepultadas, ocultas y mudas entre tanto huevo, y si llega a quebrarse, o tan sólo a trizarse, uno de esos huevitos, es como si se riera de mí a carcajadas estruendosas ese día, el primer día de mi vida, en que, a poco andar para cumplir los 21, sentí rabia.
lunes, 7 de julio de 2008
JUST LIKE HONEY
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