Y siempre soy la misma yo. Persigo una réplica de mí, varias de ellas en realidad, porque ya me rindo ante la innegociable esencia mía, que no me abandona. La verdad es que ninguna esencia está hecha para desnaturalizarse, yo sé eso, pero al menos uno espera agradarse más al revisarse, al recontarse. Encontrarse con imágenes e historias de las que sentirse orgulloso, de las que no tener miedo. Poder liberarse y pensar que ya está, aliviarse con el confort del conformismo. Pero no. No cambian en mí esas ganas de cambiar.
Reviso fotografías de los últimos años. Rostros repetidos, qué sé yo, cambiarán las ropas, los paisajes (y ni tanto), los cortes y colores de cabello. Otros, son rostros que estuvieron. O que ayer fueron los grandes desconocidos o ausentes y hoy están allí, obedeciendo la luz de la cámara y su ceremonia toda. Y me veo a mí, intentando calzar con esa sonrisa de niña bien y esos ojos grandes, con enmarque y encuadre perfectamente árabes, que siempre la traicionan a la sonrisa ésa y quizás sea así para materializar y dejarle bien demostrado, a todo quien quiera compartir un poco, esa contradicción íncita que cargo y enarbolo desde siempre y desde nunca.
Entonces me recuerdo, entre fotos, jadeante trepando hasta la Basílica del Sagrado Corazón en París, perdida entre las calles de esa pequeña urbe, ante cuyo encanto me rendí, y por eso esta vez no puedo opinar distinto de los demás, porque realmente es ésa una ciudad absolutamente hermosa y no se puede, categóricamente, sostener lo contrario; o sea, hay que ser un ser humano deshumanizado para no sentirse parte de París, porque ese sitio le da una especie de hogar –o se lo quita- a cualquiera que alguna vez en la vida haya sentido lo que es la nostalgia, el contraste entre las luces, las ideas y la oscuridad. Y quien no haya sentido eso: humano, por definición, no es. Y yo recorría París, y me mojaba la lluvia de París, y su viento helado me calaba los huesos y destrozaba mi mapa de chilena-turista-estudiante, que había sido comprado, con mucha esperanza, a un magrebí en un quiosco. Y mientras recorría París flotaba en el anhelo de lo maravilloso que era tener veinte años, y al mismo tiempo, sentirse dueño de uno aunque cargues grilletes de ostracismo animal o te alimente la furia contra tantos hijos de puta.
Y después me trasladé a Buenos Aires, y la ciudad me acogía no porque en ella encontrara esa pequeñez y armonía de los espacios hechos para concordar con los sentimientos del hombre, sino porque Baires y yo tenemos una historia y vicios en común, entonces también la anduve y corroboré cómo es que la lluvia la había ido gastando y cómo es que los porteños enfrentaban el nuevo Gobierno, y tuve la sensación de que todo seguía igual y nada cambiaba.
Quizás entonces la que cambiaba era yo. Pese a mi percepción de mi reflejo en las fotografías.
Y Temuco y mis padres y mi hermano y mi casa y mis carpetas y el cuarto, y todo lo que se detuvo hace ya tres años cuando me fui sin saber si iba a volver salvo a contemplar cómo permanecía y se oxidaba todo mientras yo lidiaba con mis recuerdos entre otros rostros.
Y Santiago y la vida que no da tregua, y el derecho y el metro y el pánico constante a un día no querer salir de la cama para jugar el rol de buena estudiante. Y el reloj que déle que suena y la esquizofrenia colectiva de los chilenos-santiaguinos, y el suicidio que se avecinaba, y mientras tanto todas esas cavilaciones más las ganas locas de huir al teatro y sentarme bien cerca de las tablas para conjugar las voces de los actores con sus pasos…
Y Pucón y el campo (o mi exponencial doble personalidad).
Y todo lo que hay para adelante.
Y Palestina. Porque Palestina necesita a la humanidad (y yo personalmente necesito a Palestina para darme algún sentido y que cobre algo de coherencia la utilización que hago del aire, del agua, del medio ambiente y de los recursos naturales. De los abrazos de mis amigos y de la imagen de pequeña niña que mi madre tiene de mí).
Entonces de no haber salido con ninguno ni besado a ninguno pasé a dejar de creer en todo y en todos. Cambié las ilusiones por cierta dureza en desarrollo, que no es natural pero es necesaria para evitar malos ratos, como los llama la gente. Todo creo que puede percibirse en las fotos donde mi rostro delata una ingenuidad perturbadora que se perturba de modos distintos a sí misma conforme el correr del tiempo. Y así fue como, por ejemplo, dejé de ser virgen, y contrario a lo que pensaba, o a como pensé que sería, no supe muy bien ni cómo ni cuándo ni por qué, y no me sentí tan distinta como para que fuera algo importante en la vida de una eso de “perder la virginidad”. Como creo que a nadie le interesó tanto como se suponía que les interesaría. Pero en cambio hay cuestiones que sí se instalaron para siempre en mí y pasaron a conformarme. Como el asunto anterior, tampoco están en las fotos. Pero no importa. En las fotos no está ni lo banal ni lo trascendental. Creo que en las fotos sólo está uno luchando solo por dejar un testimonio de su paso por los demás. Y sólo uno y los que lo quieren pueden dar sentido a las imágenes. El resto, las verá, pese a sus intentos, como muertas y no logrará jamás asociar, entre colores, olores y sonidos, a las miradas con las ambiciones y tristezas de cada uno y sus momentos.
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