jueves, 30 de julio de 2009

Mujer y Familia





“Todo cuanto ha sido escrito por los hombres acerca de las mujeres debe considerarse sospechoso, pues ellos son juez y parte a la vez” (Poulain de la Barre)




Mi breve reflexión tiene por objeto, desde el derecho de familia, plantear que la codificación decimonónica y su posterior evolución se pensó y se puso en práctica en un claro sentido patriarcal, misógino y androcéntrico.
Así, examinado a la luz del derecho internacional de los derechos humanos, figura que utilizamos como de consenso, indiscutiblemente el derecho de familia en nuestro país históricamente ha sido discriminatorio en relación a la mujer, injusticia que no está erradicada totalmente de los cuerpos legales hoy en día, sino que, muy por el contrario, en parte subsiste (bajo la figura de ser el marido el jefe y administrador de la sociedad conyugal), y en parte es producto del canje de una regla discriminatoria por otra (los niños estaban siempre bajo la tutela de su padre en razón de la patria potestad, y actualmente quedan inmediatamente al cuidado de la madre si los padres se separan).
Toda esta normativa arranca de la presunción de que la diferencia biológica entre el hombre y la mujer hacen a cada uno apto para tareas diferentes, estableciendo consecuentemente roles absolutamente diferenciados para cada cual.
Puede emanar la explicación original de ello en el hecho de haber descubierto el ser humano, mucho antes de construir el concepto de propiedad privada, que el ser humano-hembra era capaz de engendrar y amamantar a otro ser de la especie tras una relación sexual, con lo cual principia la apropiación social y biológica del cuerpo de la mujer, en la que ésta, llegada cierta edad, es apartada de su familia o clan para integrar la de su marido, quedando subyugada a la tradición y costumbres de la misma, produciendo hijos que llevarán y serán los continuadores de esa familia, fenómeno bautizado como “patrilinealidad”.
Tras ello, habría que detenerse a pensar por qué nuestro legislador parte de un supuesto, que puede ser equívoco o no según la ideología desde la que lo miremos, que predetermina todo el funcionamiento social tan arbitrariamente. La respuesta es sencilla: el legislador no es neutral ni existe tal cosa como su sentido común, puesto que las relaciones de poder al interior de las comunidades políticas están organizadas de tal modo que se perpetúe éste en manos de quienes lo detentan. Es entonces el derecho una herramienta utilísima a los intereses de los hombres, y tiene sexo masculino. Jurídicamente a la mujer se le mira como a un otro, y como a un otro que sirve para desarrollar tareas que no son propias de los hombres. Claro, porque mientras éstos son racionales, reflexivos, inteligentes y dialogales, como el derecho mismo, las mujeres somos irracionales, irreflexivas, pasionales y arrebatadas. En esta concepción binaria de la realidad es entonces segmentada nuestra esfera en pública (el Estado) y privada (los hogares). El derecho sólo entra a regir el espacio público, aquel que está controlado por hombres –y en el último tiempo también por mujeres que demuestran tener características tradicionalmente atribuidas a los hombres-; ya que el privado se deja aparentemente a la autonomía individual. Es así como el marido y padre, quien fuera en la letra viva de la ley el príncipe de la familia, tiene una casa a la que llegar tarde tras tarde, cansado de trabajar en “cuestiones importantes”, donde lo esperan una mujer y unos hijos obedientes; ella seguramente lo sigue conquistando con sus proezas culinarias, le cría a los hijos como buenos católicos, y todos son muy felices relacionándose con familias similares.
Sin embargo, en dicho modelo occidental, heredero de la tradición romano cristiana, el derecho ignora (aunque en mi idea más bien hace como que ignora) a todas las distintas realidades que histórica y culturalmente han conformado una sociedad. Ello no es producto del error, sino que muy por el contrario ha sido cuidadosamente planificado. En términos hegelianos, no debemos preguntarnos por qué las mujeres hemos sido relegadas al espacio doméstico, sino más bien debemos preguntarnos por qué nos estamos haciendo esta pregunta. En términos marxistas, no debemos proponernos abolir el trabajo doméstico por la cónyuge, sino que más bien debemos ser capaces de construir una sociedad en que la cónyuge tenga la opción libre, voluntaria, de decidir si quiere tener una vida en que el trabajo doméstico sea su responsabilidad (da lo mismo si tiene o no las facultades económicas como para delegarlo en otra mujer).
Demás está decir, por lo diáfano que resulta, que el elemento socio económico está ligado al de género y ambos deben ir de la mano en esta interpretación y transformación social, pero sin embargo me parece que el de género es anterior al de clase, ya que, puesta ante el supuesto de la mujer burguesa que puede pagar un buen jardín de infantes y una buena niñera para dejar a sus hijos mientras triunfa en el mercado laboral, en oposición a la mujer proletaria que por un trabajo miserable debe arriesgarse a dejar a sus hijos con la vecina a que no le ofrece ninguna garantía, pues aún contemplando estas diferencias estructurales, persiste la cuestión de por qué es la mujer en ambos casos quien debe preocuparse y velar por estos menesteres propios de la crianza y la vida doméstica en general.
Así el estado actual de cosas, el derecho no puede analizarse desde el derecho mismo, ya que pretenderlo sería ingenuo, principalmente en relación a quienes nos quieren hacer creer que lo hacen, pero que en verdad tienen por objeto mantener y prolongar la agonía social de la mujer en este entorno machista y jerarquizado, donde son los hombres quienes están llamados a administrar y disponer del patrimonio, donde infinitas realidades sociales latentes son obscenamente ignoradas en el ordenamiento jurídico, donde se silencian las voces que no conviene escuchar. Pero que no se consigne en instrumentos oficiales no significa que no esté allí. Sólo significa que se quiere acallar un diálogo necesario para iniciar un nuevo proceso en que los seres humanos podamos mirarnos como iguales.
Pero este diálogo, en mi opinión, no podrá ser posible mientras la autoridad pública no cambie las normas que determinan la realidad de unos y otros arbitrariamente. Aún más, esa autoridad pública, el derecho mismo, no puede transformarse mientras la realidad social no se transforme. Y en este punto hay que entrar a distinguir entre las diversas situaciones que conviven en la actualidad, porque en el caso de la administración de la sociedad conyugal, puede que las mujeres generalmente se hayan informado y hayan tomado consciencia de que es mejor casarse bajo alguno de los otros dos regímenes patrimoniales –aunque la disposición del Código siga siendo atentatoria contra la dignidad de la mujer-; pero en aspectos diversos, como es el cuidado personal de los hijos, si bien legalmente ante el juez de familia la madre podría decir que no quiere tener a los menores y el padre estar de acuerdo en que estarán mejor con él, quien desea criarlos, socialmente aparecerá como absolutamente ilegítimo que ella se desprenda de aquellos deberes y derechos que le corresponden “por naturaleza”...
Concluyendo, pertinente es recordar que el cambio social siempre antecede al jurídico y que sus medios son mucho más enérgicos que los del derecho. Pero aún así es importante que aquellas normas que deben regir, sobre todo en su afán protector, nuestras relaciones familiares y privadas en general, sean aptas de representarnos a todos y a todas; si no, son prescindibles y hasta desdeñables.
Desde nuestra óptica, podríamos sostener que “todo lo legislado por hombres (entendido el hombre como ente cultural y no biológico) acerca de las mujeres, debe parecernos sospechoso, porque ellos son juez y parte a la vez”.

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