Una noche lluviosa del invierno recién pasado, con mi amiga Sarah pasábamos por el Museo Nacional de Bellas Artes. Hablábamos de las decepciones amorosas rumbo al teatro a ver una obra sobre mujeres escrita por un hombre.
Me dijo que le gustaba ver películas de Disney cuando se sentía triste, o comedias románticas (gringas por excelencia). Daba igual: siempre había un príncipe azul.
Efectivamente la estructura de mi genéro placer culposo es así: dos personajes heterosexuales (generalmente) con rasgos de personalidad muy definidos y opuestos entre sí, se conocen, viven una aventura apresurada y rodeada de misterios individuales, luego se separan, sufren un momento de dolor vacilación desolación reflexión etc., hasta que finalmente uno más heroico, que habitualmente es el que era más cobarde, da su brazo a torcer, y se quedan juntos, felices, comiendo perdices, con todo lo que era motivo de conflicto como razón de humor.
Subo aquí una foto de una de mis principales musas, la libanesa Nadine Labaki, que en su papel como Layale, en la cinta que dirigió y protagonizó (Caramel), dibujó el perfil de una mujer hermosa, que en una sociedad por completo machista debió soportar el dolor de encontrar -o creer que encontraba más bien dicho- lo que debía proporcionar el príncipe azul en un horrible sapo. Como suele sucedernos.
1 comentario:
Nunca me gustaron mucho los príncipes de las películas Disney. Era como que siempre que llegaba el príncipe se acababan las aventuras y por ende, la película terminaba. Fome. Las mejores partes de las películas eran cuando el príncipe aún no aparecía, cuando estaba la expectativa de que príncipe y princesa se conocieran y todo eso. Si la película terminaba con el reencuentro de la pareja debió ser justamente porque ahí la cosa se ponía latera... porque una vez que se conocen príncipe y princesa, ambos SIEMPRE, inevitablemente siempre, dejan de serlo.
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