sábado, 3 de octubre de 2009

soy palestina, y estoy orgullosa de serlo


Haciendo zapping hace algunas noches, como casi todas las noches, di con Persépolis, la película de la realizadora iraní que tanto nos gustó con Tanya cuando la vimos el año pasado. En ella se muestra la vida de su autora, una mujer valiente que debió resistir los duros embates de las guerras civiles y el exilio, radicándose finalmente en Francia, donde creó este largometraje de animación hace un par de años.
Reviví -por fortuna- esa escena que tanto me gusta en que ella, asustada ante la siniestra lente con que Occidente veía a los suyos, de adolescente se hace pasar en Austria por francesa, y ante el cargo de consciencia y las burlas del grupo, se rebela y grita que es iraní y que está orgullosa de serlo.
Soy especialmente sensible a esa parte de la película, creo, porque desde que nací la historia de los inmigrantes se ha visto reflejada en mi historia.
Es por eso que encabezo este texto con la foto del abuelo que nunca conocí, Jacoub Silhi Canahuati, quien está junto a su mujer, mi abuelita Toya, y a sus dos hijos: mi tía Leyla (quien cede el asiento a su muñeca) y mi papá, Jorge. Supongo que el tío Fares estaba ya por venir en camino. La foto fue tomada, imagino, en Cura Cautín, poco después de 1955, cuando mi abuelo llevaba sólo algunos años aquí, y no faltaban muchos para que muriera de un asma crónica con complicaciones cardíacas, lejos de Belén, su pueblo natal, de su madre y de su hermana Hilane.
Me emociona como a una tonta recordar la historia de estos abuelos. Por lo poco que sé, él era muy simpático y buena gente, vividor, irresponsable, alegre, enamorado de su mujer y de sus niños. Lo que queda de él en Chile son recuerdos que morirán lentamente con el correr de los años, pero que sin duda alguna habrán sido los mejores recuerdos que puede tenerse de alguien. ¡¿Qué más puede esperarse que haber hecho feliz a los de uno?!
Sin embargo, mi abuelo y los padres de mis otros abuelos, junto a millones de palestinos, no llegaron a Chile, a Honduras, a Jordania, a Líbano, a Francia, ni a ningún otro lado por casualidad. Llegaron por razones bien concretas y lo suficientemente macabras como para que se ericen los pelos: en su tierra vivían en la pobreza más absoluta y en el abismo de guerras y guerras, que casi nunca les correspondían, pero que siempre los tocaban.
Las personas tienen derecho a aspirar a algo diferente. No las hace egoístas ni inconscientes la falta de esperanzas o de confianza en las luchas de liberación nacional.
Palestina hoy no es la misma que aquella que dejó mi abuelo. Si se hubiera quedado, no sé si las cosas hubiesen sido distintas.
Me entristece pensarlo, pero seguramente donde nació él ahora hay un pedazo de muro kilométrico, y donde dio sus primeros pasos, puede que haya un check point israelí.
No quiero que me cuenten verdades absolutas ni que me demuestren lógicamente que tengo o no razones para sentirme así. Yo me siento así y punto. Tengo una rabia incontenible. Hay que ser bien hijo o hija de puta para deslegitimar las ideas y sensaciones de los otros aduciendo falta de experiencia o de conocimiento. Mentira. Cada uno es consciente de lo que es y de lo que ha vivido.
Yo veo que los palestinos hoy sufren una crisis humanitaria terrible, y no le creo a nadie que se las dé de caudillo y profite de una tragedia histórica pretextando una lucha que nadie sabe muy bien definir, nadie sabe muy bien de quién contra quién es, nadie sabe muy bien si está o no avalada en razones de justicia natural. Si hay desnutrición y bombas y tribunales familiares no hay cabeza para pensar en una estrategia política. Eso sólo lo hace el que está a salvo de la desnutrición y las bombas y los tribunales familiares. A no ser que sea una persona muy excepcional. Pero al Che lo asesinaron, a Salvador Allende y a Miguel Enríquez también. Y esta época no tiene pinta de fecundidad para cosechar héroes.
Sino que se parece más a un receso en que puedo quedarme pensando en que soy palestina y en que estoy orgullosa de serlo; en que sigo pensando en luchar y en que ese luchar no siempre es lo mismo: a veces fue el fusil, otras veces la palabra escrita...
Luchar es tener inevitablemente problemas con el poder, con lo que se creía prestablecido.
Luchar es recordar.

2 comentarios:

Tanya dijo...

Hace tiempo que no te leía, hermana mía, pero con este escrito me volviste a conquistar... creo que no conozco a nadie que exprese mejor sus emociones que tú, cuando escribes, sobre todo cuando escribes de estos temas, tan delicados... pues como es habitual, adoro leerte, no porque necesariamente me identifique con lo que dices, sino porque a pesar de que a veces te percibo tan distinta, me conmueven tus palabras y siento unos deseos enormes de poder hermanarme en ese sentimiento y llegar entonces a tener, aunque sea por un momento, esa fuerza que transmites...

Nita dijo...

un 10 amiga. Ojalá que esa mala mujer que te dijo palabras tan feas lea esto y se de cuenta que está sola y amargada...
wacala!