A ella no le importó nada. Mientras toda la vida desfilaba ante mis ojos y danzaban mil imágenes como fotografías del pasado dentro mi cabeza, ella insistía. Insistía inquisitiva. Insistía impaciente. Insistía rabiosa. No conocía las palabras compasión ni deferencia. Menos algún gesto de humanidad. Cualquier trato menos malo que recibí tenía por misión obtener algo a cambio. Pero no se trataba de una negociación. Yo era la prisionera y ellos los captores. Había un desequilibrio evidente de fuerzas. Legalmente teníamos el estatus de turista y personal gubernamental, respectivamente, pero para nadie es novedad que ellos actúan al margen de la legalidad, entonces en verdad yo era la prisionera y ellos los captores, aunque no era tratada ni como turista ni como prisionera. Era tratada como una niñita que se ha portado mal y debe convencer a los adultos, a los racionales y poderosos, de que la perdonen, de que va a mejorar. Sólo así el calvario de las moscas y el hambre y el escalofrío y el silencio y la silla de metal alguna vez verían un fin. Aunque no sea feliz. Eso en verdad no importaba.
Dolor de estómago. Las horas transcurren. No puedes disponer ni de tu tiempo ni de tu dinero ni de tus piernas o brazos. Quieres echarte a llorar todo el tiempo. En un momento me quebré. Pensé en mis abuelos. Este viaje a nuestra tierra se dio justo cuando ya se cumplía el final del quinto de los cinco años que viví con ellos. Recordé nuestras comidas comunes, en que Palestina siempre era el tema central. Mi abuelo fue el único quien realmente apoyó siempre mi militancia en la causa. Ahora los veía lejos, tan lejos. Viejos y vulnerables. Como si nunca más fuéramos a almorzar juntos los domingos guisos de bammia con el cordero que jamás quise probar porque su sabor me repelía. Coincidió ese momento con la obligación de abrir mi correo electrónico y mostrar qué tenía allí. Cuando al fin me dejaron fuera de dicha sala sin ventanas ni cuadros en las paredes fue que me eché a llorar, pero no era un llanto sosegado, sino desesperado, como un grito de animal herido que necesita socorro. Me mordía los puños de las manos y golpeaba la pared. Pero a nadie parecía importarle. Y a los que quizás les importó no tenían permiso de hablar conmigo.
A la familia de rusos musulmanes que tienen sentados junto a mí, estretégicamente quizás, porque ellos sólo hablaban ruso y árabe, y yo sólo hablaba español, inglés, algo de francés y podía comprender vagamente el portugués y tal vez el italiano (créanme que en ese momento hubiera intentado cualquier lengua extraña con tal de denunciar lo que me estaban haciendo), al final de la jornada, cuando no sabíamos aún que sería el final, les llevaron bolsas con comida. El muchacho, sin palabras, me ofrece una lata de Coca Cola cerrada. No quise tomarla. Le pidió entonces al soldado que nos vigilaba que me trajera café. Al rato llegó un pequeño vaso de café árabe con cardamomo muy caliente y unas bolsas de papel que contenían azúcar. La vacié todas dentro del vaso. Las manos me temblaban al punto de derramar primero el azúcar y después el líquido sobre la ropa.
Pensaba en María, la protagonista de Garage Olympo, brutalmente torturada con amarras en los pies y en las manos. Ella también se vio enfrentada al torturador malo y al torturador bueno. Ése es en verdad el dilema del prisionero que revisamos en la Escuela en tantas clases. Yo también tenía a mi torturador, como en la canción de Redolés. Y quería que todo se acabara luego sin importar lo que pasara. Era una mujer un poco mayor que yo, que al igual que todos sus subordinados, quienes me interrogaron previamente ese día, me habló en inglés a tiempo completo. Usaba un perfume dulce muy malo que sólo hacía aumentar mi náusea. Empleaba con extrema eficiencia las técnicas de presión psicológica que le enseñaron cuando hacía el entrenamiento en la Mossad. Y cuando la vea veraneando en Pucón durante algún verano, me juro vencer el miedo y preguntarle si se acuerda de mí. De la chilena de veintidós años a la que trató de mentirosa y amenazó con no permitirle entrar jamás a Palestina.
Eso es justamente lo peor. Sentirme culpable. Es el mayor logro de los sionistas. Porque una cosa es no dejarte entrar, con todo lo que significa: frustar la expectativa de toda una vida, evitar que conozcas a tu familia y la casa en que se crió tu abuelo, no permitir un reencuentro con amigos, cambiar los planes repentinamente, privarte de una Navidad entre seres queridos, perder tantísima plata y tiempo, pasar un mal rato que no es precisamente pasajero, haber sacrificado tus buenos resultados académicos y las ceremonias de egreso y graduación con tus compañeros, etc. Pero por ahí cambiando el pasaporte, dejando pasar el tiempo, yendo acompañada la próxima vez, etc. puede ser que la arbitrariedad no sea tan malvada y finalmente entre a ser una más en los puestos de control pero también en los campos de olivos y en las conversaciones en las aceras. Sin embargo, sostengo que su mayor logro es hacerte sentir como una mentirosa. Porque no les dijiste que ibas a un encuentro de jóvenes palestinos. Porque dijiste que ibas a turistear. Porque llevabas una cruz al cuello. Porque te dejaron conservar tu celular, aunque te lo quitaran cada diez segundos para revisarlo como si les perteneciera. Porque no querías dar los nombres y teléfonos de todos los palestinos y palestinas que conocieras. Sientes que ellos pueden alegar eso en tu contra. Pero no crees, por otra parte, que se tomen el tiempo de defenderse: son infalibles y te lo hacen sentir sin escrúpulos.
A la hora diez, más o menos, de las doce que esta tortura tomaría, finalmente hablas. Dices lo poco que sabes y que seguramente ellos sabían antes que tú. Pero necesitan humillarte. Tener la certeza de que te destruyeron, de que no existes, así como Palestina y los palestinos no existen en su pretensión imperialista. Nunca me sentí palestina hasta que caí en sus manos. Pero te sientes traidora. No digna de ninguno de los luchadores por la libertad de los pueblos que son tus ejemplos. Ellos tampoco habrían podido entrar, de hecho no pueden, pero no habrían delatado a otros. Eso crees en ese momento. Y te sientes tan podrida que empiezas a repasar toda tu vida como si la muerte fuera el siguiente paso. Las peleas, los encuentros y desencuentros, a mister Ricardo que murió hace tan poco siendo tan joven y que me repitió hasta la última vez en que nos vimos que si al perro le ponen una bota sobre la cabeza está en su derecho a dar vuelta el hocico y morder. Morder con fuerza. Los pueblos oprimidos tienen no sólo el derecho sino también el deber de resistir. Y me alentaba a seguir y a escribir.
Muy tarde en la noche, sin aún devolverte el pasaporte chileno, tu único pasaporte, timbrado de tal manera de que no quepan dudas de la denegación de visa, te suben a un bus que te llevará de regreso a los jordanos. Clandestinamente un muchacho palestino que trabajaba acarreando maletas en la frontera me hace llegar su número de teléfono en un trozo de papel. El chofer del bus me indica que lo llame porque él podría ayudarme a entrar. Guardé el pedacito de cartón en mi cartera y me puse a mirar por la ventana. Pronto estaría, de nuevo, lejos de Palestina.
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