Ayer en la tarde hacía mucho frío. Sin embargo, salí de mi casa rumbo a la Escuela porque tenía una clase extraordinaria. Pero no me lo tomé a mal, nada de eso. Sino que salí con tiempo y me fui caminando lentamente, audífonos en su hábitat natural, lo que prosiguió durante el viaje en metro, en que me fui pajaroneando, rumeando los otros cansancios, desalientos y preocupaciones, que dicho medio de transporte urbano tiene la "gracia" de tan plenamente exhibir... es algo así como "lo mejor de Santiago" en todos los sentidos posibles. Luego, me dirigí en dirección al San Cristóbal sin estresarme por la combinación semáforos-carabineros, que aletargan algo que debería ser muy expedito, o que al menos así lo fue antes de que Pedro de Valdivia se ambicionara con nadar en el Mapocho y con una bella mapuche para que lo estuviera esperando al volver al fuerte, con la cena lista y otras cosas también. De hecho, mientras cruzo estos semáforos, y reclamo porque me demoro, no sé, quince minutos en algo que naturalmente tomaría cinco, no puedo evitar pensar la rabia que deben sentir los palestinos, que para cruzar una distancia similar, hasta la segunda Intifada se demoraban una hora, y ahora, si es que el ejército de ocupación los deja pasar, se demoran 3 por lo bajo.
Como al segundo semáforo, vi una chica de la misma estatura del gran grupo de chicas que andaban con ella. Pero ella destacaba de entre la multitud, porque aunque compartiera con las otras la misma estatura promedio de las chilenas, se notaba diferente: por su forma de hablar, de vestir,... Era una chica muy sencilla, muy linda. Era de esas personas que desde pequeña he creído que tienen lo que la gente llama ángel, que es como una gracia natural que las vuelve muy asequibles, y para algunos como yo, envidiables. Encima, llevaba unos aros parecidos a los que hace años me regaló mi madre y que ahora, cuando de verdad me gusta ese tipo de aros, justo accidentalmente están rotos.
Entonces apagué la música y permanecí con los audífonos puestos para cachar qué onda. (Algo que rara vez hago... no soy tan voyerista como pudiera creerse).
La muchacha, que a todo esto a diferencia de las otras era rubia natural y por ende en forma pareja en cuanto a su entera cabellera, estaba mostrando a las demás, que eran de su misma edad (y de la mía, dicho sea de paso), la Plaza Italia, el Cerro, el Parque Forestal y la Alameda.
Seguí poniendo atención con la esperanza de descifrar que las cabras eran de región, al igual que una, porque yo antes de llegar tenía un mapa mental de lo que era el corazón de Santiago y me ponían allí, yo daba dos pasos en cualquier dirección, y mágicamente estaba perdida (piensen en lo distinto que se concibió el espacio para construir Temuco y esta metrópoli). Pero no. Eran de acá. Y no llevaban chaqueta.
A la vuelta, pasarían al Emporio de la Rosa, por votación de entre las opciones ofrecidas, a tomar un helado.
¿Se imaginan cómo está de segregada esta ciudad, que, después de todo, entre sus habitantes no cuenta más de 6 millones, que hay algunos de sus originarios que viven en ella por 20 años y no la conocen?
¿Cómo será que nunca los vemos, y ellos en cambio nos ven siempre... en las teleseries y en la publicidad, en los matinales y en las portadas de los diarios?
¿Por qué sólo nos fijamos en ellos, y con ojo más que crítico, cuando son objeto de la crónica roja, e insistimos en mantenerlos allí y castigarlos con cárcel después de vivir, nacer y crecer, en el gueto en que hoy están convertidas las heroicas poblaciones que lucharon contra la dictadura?
¿Por qué soy yo la que sabe y recuerda a Herminda de la Victoria y no esas chicas, aunque a Herminda le hubiera parecido que ellas eran sus hermanas y no yo?
En La Habana hay un barrio que se llama El Vedado. Es un barrio como cualquier otro, sólo que si uno pone atención se da cuenta de que tiene construcciones antiguas que alguna vez fueron deslumbrantemente lujosas. Se llama El Vedado porque antes de la Revolución, no cualquier cubano podía ir allí, sólo los ricos que compartían con los yanquis.
Una reflexión, nada más...
4 comentarios:
Yo no creo en el comunismo, más que nada porque no tengo la más remota idea de qué es, y sólo sé que se relaciona con un tipo llamado Karl Marx que usaba una barba blanca gigante y que una vez vimos con la Maura en la estación de buses.
Sin embargo, puedo decir que he vivido en esta ciudad 21 años, 1 mes y 1 día, y aún no puedo sobrellevar la injusticia que significa que lindas niñas, rubias naturales, no conozcan la ciudad. Y no lo encuentro injusto porque ellas no lo conozcan, sino porque se les ha prohibido, por generaciones, conocer la ciudad... y su gente. Por supuesto, culpa de ellas no es. Tal vez no son ellas las que deciden libremente si quieren o no conocerla. Me inclino a pensar que no. Y cuando son señoras con botox, y "voluntariamente" deciden no mezclarse con el resto de la ciudad, no dejar que sus hijas, lindas niñas rubias naturales, nuevamente, no conozcan la ciudad, sólo repiten el mismo círculo, interminable, de desarraigo (tanto para ellos como para nosotros), egoismo y clasismo, fundado sólo en un gran enemigo: el poder del dinero.
Personalmente, pienso que no habrá solución. Ellas siempren serán lindas y rubias, mientras en el centro se pasean niñas gordas con poleras apretadas.
Por eso me gusta pensar que soy de la izquierda pesimista...
No comentaré sobre el texto (porque antes que todo quiero leer más tu blog), pero quiero decirte que desde hoy me puedes sumar como una 4° lectora frecuente.
Había renunciado por un tiempo, o más bien congelado, a este vicio delicioso de leer la vida ajena y las ideas de terceros, pero es julio y estoy de regreso.
Después te comentaré
Besos hermana chica.
Uy que me suena conocido todo este cuento...
Ahhhh
Cariños muchacha,
Te veías toda una abogada hoy,
FE
Si entendí lo que escribiste (cosa que es poco probable, considerando que no he dormido en más de 24 horas), lo único que puedo comentar es que la misma situación se da a la inversa, en mi caso. Sin considerarme cuica, viví gran parte de mi vida en un barrio más bien cerrado de Temuco y hasta el día de hoy hay muchas zonas limítrofes de la ciudad que no conozco. No se trata de un prejuicio o temor que me impida visitarlas, sino simplemente de una falta de sociabilidad, si le puedo llamar de algún modo, que me mantiene en zonas restringidas, que son las que mi reducido círculo de amistades y conocidos habitan o frecuentan. De más está pensar en mi situación en Santiago, ciudad que debo admitir sólo conozco en determinados espacios, en poquísimas comunas, las cuales no sería capaz de conectar si no fuese por el maravilloso mapa virtual que me proporciona el metro.
Mi situación es por lo tanto mucho más patética que la de la linda niña rubia y su grupo, ya que no soy linda, ni rubia, ni amistosa y aunque conozca, por la fuerza de las circunstancias, el sector de Plaza Italia, me pierdo en el centro, no conozco por dentro la Moneda ni el Museo de Bellas Artes (que queda al lado de mi casa, situación grave), ni muchos otros lugares míticos de la ciudad.
Teniendo en cuenta lo que dijo Matilde, no me considero clasista ni egoísta, sino más bien una tipa absolutamente insegura, no porque ande temiendo que los demás me hagan daño (como los noticiaros insisten en advertirnos, propiciando la exclusión), sino porque no considero que tenga nada que aportar y andar recorriendo lugares que no conozco o intentando hacer nuevas amistades, me hace sentir un completo estorbo.
El hecho de no conocer ninguna de las ciudades en las que he habitado, me hace pensar que tal vez no he habitado en ellas y que cuando las recorro, hago el recorrido que haría un fantasma, vacío de significaciones y poblado de nostalgia por el origen.
Publicar un comentario