Primero, primero te extrañaba. Te echaba en falta. Recordaba nuestra vida juntos como algo tan real que no podría sino volver, siguiendo el curso natural de los acontecimientos. Era un lenguaje, una dinámica, unas memorias, ciertos temas y opiniones, pequeños desacuerdos, chantajes, llantos, todo lo que es una vida juntos, aunque no hubieran alcanzado a ser años, pero no importaba. Había cierta ligereza, que sólo pueden dar la cotidianidad, el compartir la rutina, con la que te evocaba. Como si fuéramos a volver a tener algún tipo de relación, no la de antes, no podía tolerar más esa dependencia, esa indisolubilidad con que te aferrabas a mí, con la que demandabas mi constancia, la misma que yo te había ofrecido y que posteriormente, sin poderlo entender, no podía darte. Hoy lo veo, yo era una niña (y tú también). No puedes pedirle a una niña que cuide de algo más que como niña. Sufrí, aullé como animal herido cuando nos despedimos, pero yo sabía que no sería para siempre, detesto los parasiempre desdesiempre, entonces seguía evocándote en esa primera etapa de la que hablo, inconsciente, mientras me hacía una nueva rutina, veía nueva gente, hablaba nuevos temas, probaba otras rutas, me defendía, me defendía de fantasmas que me susurraban lo indecible.
Luego vino la revelación. Y te odié. Te odié y hablé pestes de ti a todo quien quiso escuchar. Despecho, resentimiento, odio, qué va. El tiempo transcurría lento, y sigue haciéndolo, conspirando. Yo te echaba de menos y tú no a mí. Pero yo no estaba dispuesta a tener lo que querías tener y no podía ofrecer otra cosa, tú tampoco. Entonces no valía la pena seguir con eso en mente: sólo un error en mi vida, una pequeña mancha en el expediente intachable, una equivocación pasajera, que sería perdonada, y yo no sabía entonces, pero lo podía presagiar: fui perdonada con efecto retroactivo, por acciones y omisiones, totalmente saneada, vueltas las cosas a su estado original, vírgenes otra vez.
Con los años, hablar de ti dejó de ser entretenido, y fuiste relegado al olvido social, a la muerte colectiva, a un pasado lejano. Pero yo no podía evitar compararte con los otros, verte en las películas que vimos juntos, recordarte al tomar alguna decisión de la que alguna vez habíamos conversado como eventualidad. Sin ti, pero contra ti.
Y tuve que poner oído a las señales para entender, para entender que fuiste importante, fundamental en cierta etapa de mi vida, y que si no hubiera sido por ti, por lo que éramos juntos, yo hoy no sería la misma, para bien o para mal. Todas las canciones que oí estos años como sedante, todo ese efecto terapéutico con voz femenina, toda esa sed de lucha con pluma feminista, todo, todo, hoy es también parte de mí. Te culpé, te maldije. Cobarde, me repetía, cobarde. Y sí, lo eras. Nunca me concediste el permiso para pensarlo, las niñas creemos necesitar licencia para todo, siempre te hacías el fuerte, entonces era una liberación dejarte, apartarte físicamente, y creerlo, creer y divulgar tu cobardía. Y lo creo hasta hoy. Pero no se lo adjudico a tu porquería, se lo adjudico a tu fragilidad, a tu vulnerabilidad. Hubo momentos intensos en que fuimos enormemente felices juntos, como los que más, no lo puedo menos que reconocer, pero hubo otros, en que me aburrías normalmente de distintas maneras. Hoy rescato todo los que nos unió, lo conservo con alegría, te veo como eras; hoy no sé si estás vivo muerto, casado/soltero/viudo/divorciado/judicialmente separado/o sólo de hecho, no sé si tienes o no hijos, propios o ajenos, si estudias o trabajas o ambas, cuántas cucharadas de azúcar le pones al té: no sé nada, salvo que dejé de quererte y hoy por fin puedo perdonarte. Puedo entender, y recordarte como recuerdo a tantos y tantas otras, y mucho más incluso, con quienes he compartido en esta vida, de casualidad. Con cariño, con cariño para no olvidar, y así relegarte a lo que te corresponde: la memoria.
1 comentario:
Qué bello, Nadia, qué intenso, la vida no podría ser de otra manera, porque no valdría la pena. Me alegro de que puedas reconciliarte con eso, siempre pensé que debías hacerlo, pero son necesarios los procesos, paulatinos, que nunca llegan cuando uno esperaría ni de la manera en que uno quisiera.
Todo eso que callas aquí (porque sabes que las explicaciones se entienden mucho mejor en los silencios) puedo imaginarlo e incluso vivirlo junto a ti, aunque quizás no estuve, como debí haber estado, en esas ocasiones. Hay momentos que deben vivirse a solas, pienso para disculparme, lecciones que debemos aprender en el dolor y la ausencia, y que una memoria como la tuya puede ir reparando grieta por grieta de manera tan minuciosa que sería un desperdicio interrumpirte. Prefiero leer esto ahora y contemplarte reconstruida y firme, mucho más firme que antes, por tu propio mérito y esfuerzo. No podría estar más orgullosa de esto que escribes, porque sé que al hacerlo te perdonas también tú misma y con ello sanas tu corazón.
Te quiero infinitamente, hermana mía. Un abrazo.
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