Normalmente, pero especialmente en ciertas fechas conmemorativas, veo toda clase de correos electrónicos y posteos de Facebook, que alguna vez yo misma también hice circular, alusivos a la dignidad, a la fortaleza, al ejemplo que constituyen determinados hombres, determinadas mujeres. Entiendo perfectamente el sentido general de esta práctica masiva entre mis contactos, amigos y familiares: se relaciona con hacer ver, desde la pequeña y pobre trinchera en que luchamos, toda una realidad que los medios de comunicación de masas ignoran intencionalmente y que la gente de todas partes del mundo, por ende, no conoce o no quiere conocer. Son buenas y emotivas intenciones. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, me causa agotamiento este tipo de práctica. Debo admitir que esta idea no es del todo nueva, nunca me sentí cómoda compartiendo los gustos, placeres y enfoques de las multitudes. Sin embargo, ahora voy más allá, porque lo que realmente me molesta es la idealización permanente, absoluta, idílica, ciega, obediente y tan poco crítica, tan barata sentimentalmente, pobre en lo intelectual, mediocre, de mal gusto y poco original, de todo quien reproduce las fotos sucedidas con letras mayúsculas de "la heroica mujer palestina", "los valientes niños palestinos", "los mapuche indómitos", y una larga lista lamentable de etcéteras.
Es que, en primer lugar, me ofusca que se victimice o culpabilice a pueblos completos, cuando dentro de ellos hay relaciones de explotación y dominación de diversa especie. En segundo lugar, me molesta esa constante tendencia a idolatrar a alguna gente sólo por la circunstancia histórica, normalmente trágica y dramática, en que la vida lo puso. Si pudieran elegir las mujeres y los niños palestinos -como así también los hombres- no elegirían combatir soldados ocupantes. Si pudiera elegir mi tío, no querría estar en Argentina siendo motivo de inspiración de jóvenes internacionalistas (creo que preferiría estar en Chile junto a sus propios jóvenes hijos viviendo una vida normal). En tercer lugar, pienso en todos los seres humanos del planeta, en su potencial capacidad de amar y de ser amados, en sus defectos, sus miserias, sus bajezas. Su incapacidad de ser excepcionales, de ser imprescindibles. Pienso en mí misma y en todas las veces que he sido una traidora con los amigos y en las que me han traicionado también los mismos amigos (esto lo tomé también de Joumana Haddad). Pienso en mis miedos, en el pánico que sentiría de estar ahora en Homs bajo la soldadesca de Al Assad y se me pone la piel de gallina. En el pánico que sentiría si mi hermano estuviera allí. Me pregunto cómo hice para soportar Allenby y no sé cómo pude realmente: nunca más quisiera pasar por eso, nadie debería hacerlo, y sin embargo, ocurre en todo el mundo, todo el tiempo, y hay gente que lo vive a diario, y eso no los hace mártires, sólo son seres humanos que son víctimas de una situación injusta y que por ende merecen la atención de organismos humanitarios, la solidaridad internacional, y que quizás, más adelante, tengan que devolvernos la mano.
Toda esta cosa lleva a unas etiquetas absurdas, a una suerte de nacionalismos ("la patria grande", "la nación árabe"), el ejemplo más representativo, penosos francamente. Mi única patria es la humanidad. Y me regocijo pensando en cómo podemos organizarnos y relacionarnos, en cómo podemos vernos, conocer al otro como al otro, y no como a un conjunto de eslóganes vacíos al final de la jornada...