jueves, 17 de junio de 2010

CUENTOS QUE ESCRIBÍ ENTRE LOS 15 Y LOS 17

LA MEDALLA
Mariana González jamás pudo olvidar el día en que entregó a la pequeña
Lilianne a manos de la justicia. Día tras día, incluso con el sol de enero y
las hermosas flores de septiembre, la señorita González recordó aquella
lluviosa mañana de agosto con el pecho oprimido y los párpados bajos.
No es que ella tuviese cargo de conciencia, según se decía vanamente, sino que
la expresión de la carita asustada, pero, raramente segura, con los ojos del
color de la miel fijos en los de ella, siempre tan opacos, le
resultaba “perseguidor”, como había confesado por única vez, en una reunión de
beneficencia mientras tomaba té entre señoras de buena familia.
Tres de agosto. Veinte años atrás. Todavía puede Mariana cerrar los ojos y
sentir el zumbido espectral de la lluvia chocando contra los tejados de su
acostumbrado Temuco. Lilianne está sentada sobre una vieja y austera silla de
madera
nativa, sobre la cual ya han posado el trasero varias damas, desde hace unas
ocho generaciones atrás, quienes han tenido el honor de apellidarse
Eyzaguirre, “la mayoría por matrimonio, eso sí, y no de sangre, como yo –solía
decir Mariana-”; Lilianne sólo tiene doce años, y está triste, pero su tronco
permanece espigado sobre la silla, con las manos tensas sobre el regazo, como
para que no se le vayan a escapar y se prendan de la falda de Mariana y ella
pueda gritar -¡¡¡no dejes que me lleven!!!-, como tanto quiere hacerlo. Pero
nada, las dos mujeres quietas y calladas, solas en la gran habitación, de
amplio techo y débil luz. Mariana comienza a trenzar el cabello de la
chiquilla, como lo hizo este último año, sólo que hoy no murmura lo vigoroso
de esta masa rubia, lisa y fuerte, sólo lo trenza, sin más. Lilianne no es una
niña bonita, porque tiene los ojos demasiado pequeños y es muy blanca y
flacucha como para serlo, aunque esta última temporada, donde la excelentísima
cocinera, doña Mariana, ha subido algunos kilos, y sus mejillas tomado un sano
color rosáceo.
Al terminar su tarea, la señorita González Eyzaguirre se apresta a irse, pero
una infantil y firme voz la retiene:
-¿Sabe?, yo nunca he querido a alguien más que a usted, y sé que usted
nunca ha querido a alguien más que a mí, pero es tan cobarde y sus costumbres
tan burguesas tradicionalistas (sí, dejar niños solos en las bibliotecas
acarrea conflictos, sobre todo si tienen la inteligencia de Lilianne) que
obrará contra la voluntad de su corazón; ninguna de las dos echará pie atrás
ahora, pero yo le prometo que nunca la olvidaré y usted prométame que
intentará ser feliz...-
-Simplemente conserva la medalla, ¿quieres?-.
Entonces ella salió rápido del cuarto, sin voltear, y justo en ese momento
llegó la asistente social que buscaba a la niña, y las dos se entregaron a su
destino luego de una despedida fría.
Mariana no sólo recuerda esto por ser el vigésimo aniversario desde la
despedida, sino, porque incumplió lo que le pidiera la chica, ya que ahora
está pobre y olvidada, y sola. Y por una razón más poderosa aún: esta mañana
vio a Lilianne después de tantos soles y tantas lunas sin saber de su carita.
Lilianne Russ Eyzaguirre, la mencionada rubiecita, era la hija de la media
hermana de Mariana (por parte de madre, la excelentísima María Eyzaguirre,
que, aún con fama de prostituta dentro de la ciudad, era respetada por su
desbordante cuenta de ahorro y el poder de los hombres con los cuales su
esbelta figura se metía), con quién sabe qué desaparecido ejemplar del sexo
masculino. Al nacer, la niña fue inscrita con los apellidos de la madre, la
famosa Márgara Russ. Digo famosa, porque tenía reputación de todo –o casi-; la
más importante de sus características era la belleza. No hay ingenio humano
que pueda describir el andar acompasado de sus caderas generosas, las pestañas
negras y espesas que adornaban sus ojos, sus largos rizos color chocolate ni
la cintura más perfecta que se haya visto jamás a lo largo y ancho del globo.
Le tenían envidia, sí, desde niña. Temuco es pequeño y malicioso, y la
apartaron por ser aristócrata, alemana, rica, hija contraída en segundas
nupcias de sus dos progenitores (que ya se habían separado cuando ella
aprendió a leer), y bella. Cuando terminó el colegio, Márgara dijo que quería
estudiar en Santiago; incluso quedó en leyes en la Chile, porque era bonita,
pero no tonta. Un año apenas le duró la universidad. De ahí en adelante,
comenzó a tener tantos “novios” que de la mayoría no recordaba los nombres, a
dormir casi nunca en la casa de su madrina (una mansión en el barrio alto
donde no se podía levantar la voz), incluso a meterse en las drogas, debiendo
dormir en la calle varias noches, ella, que desde niña había tenido todo lo
material habido y por haber . Cuando su madre se sacó el tapón de los oídos
(demás está decir que Márgara era su regalona y Mariana –aunque diez años
mayor- sólo una hija más) la trajo de vuelta a Temuco. Pero su pequeña
regalona no venía sola, en sus entrañas traía una diminuta niña. Al enterarse
de su embarazo y de las condiciones de éste, la madre la envía al campo, donde
unos parientes, cortando inmediatamente las relaciones entre las dos y
prohibiendo a la hija mayor, ésa sumisa, fea y solterona Mariana, que la
cuidaba y quería, hacerlo también.
Transcurrieron un par de meses y María Eyzaguirre falleció, ataque repentino
al corazón, dijo la familia, aún cuando las malas lenguas aseguraban que la
desilusión de su Márgara le rompió el corazón y por eso había inyectado más
morfina en su inyección diaria que la suficiente.
En esto, nace la niña y Márgara la deja en manos de sus parientes del campo,
porque “ella no estaba lista para criar”, allí la chiquita fue preocupada,
pero secamente cuidada por la anciana que había sido prima segunda de María
Eyzaguirre. Pasaron casi once años y la anciana falleció. Entonces una
solitaria y venida a menos tía Mariana va a buscar a la menor para darle, en
la casona de la familia, los cuidados que se merecía por llevar la sangre de
su querida madre. Fue difícil, sí, muy difícil. Ambas eran extrañas y se
sentían aprisionadas entre las ruinosas paredes por un deber heredado. De a
poco, comenzaron a hablarse: Mariana le enseñaba cosas de cocina y la niña,
aunque no muy a gusto, aprendía rápido; a cambio, Lilianne le contaba acerca
de todo lo que aprendía en los libros de la nutrida biblioteca familiar.
Pasaron los meses y un día, durante un paseo por uno de los tantos lagos de la
región, mientras subían una empinada montaña, por vacaciones de verano, la
niña resbaló con una piedra, cayendo varios metros hacia abajo. Entonces, sólo
entonces, durante la curación que le procuraba uno de los expedicionarios que,
de casualidad, era médico, Mariana supo cuánto había aprendido a querer a la
pequeña, la quería tanto como a su difunta madre y más que a su desaparecida
hermana. Y se acercó a la pequeña vendada y habló:
-¡Ay, niña!...no te preocupes, ya sanarás. Y podrás leer a tu antojo mientras
te toque estar en cama por este tobillo quebrado...una vez, cuando yo tenía la
misma edad que tú, me torcí una muñeca durante un paseo del colegio...cómo
lloré: tú has sido más valiente...yo era una niña muy sola, pocas se juntaban
conmigo, papá había muerto y mi mamá, que en paz descanse, sólo tenía ojos
para la Márgara, tu mamá... no, no, no, termina de escuchar, ya te he dicho
mil veces lo feo que es interrumpir a los mayores...el asunto es que mi única
amiga era mi profesora, la linda y buena señorita Rosa, era la única que me
hablaba de los temas que de verdad importaban y creo que me quería...cuando me
accidenté, íbamos con ella, que murió siendo solterona, tal como yo ahora...y
recuerdo que me pasó esta medalla (y Mariana sacó de un compartimiento
interior de su cartera una corta cadenita de plata con la imagen de la Virgen
impresa en un trocito redondo del metal plateado), me dijo que era una
tradición la de aquella joyita, que a ella se la había dado su mamá, pero que
uno tenía que regalársela a la persona que más quería, antes de la muerte de
uno, como símbolo que el amor fraterno, de veras, une; entonces me la puso en
el cuello suavemente, y ha sido lo más apreciado en mi vida todos estos años:
ahora, Lilianne, quiero que la tengas tú, y Mariana la entregó, como quien
entrega la mayor parte de sí misma, o sea, la parte buena, rendida ante los
encantos de la rubia chiquitita.
No pasó mucho tiempo antes que el hijo mayor del abuelo de Lilianne, es decir,
Rodolph Russ, un acaudalado empresario y dueño de una familia bien constituida
(esposa y niños) reclamara la tuición de la menor, abogando el hecho que una
casa “normal” era mejor para la crianza que una mujer sola y aislada por la
sociedad (supuestamente, Mariana), que esto por algo tenía que ser. El señor
Russ tenía influencias y no las dejó de mover hasta que la pequeña entró a su
casa. Prometió a Mariana que podía ver a la niña cuando quisiera.
Mariana nunca vio a Lilianne. La niña, dicen, no habló de ella jamás, pero
extrañamente, contó la señora de Russ, se llegó a hacer amiga de la cocinera,
rara vez contó historias y húmeda se encontraba su almohada cada mañana. La
señorita, al principio, tuvo miedo de enfrentar a la chica, pero telefoneó
cada día a la casa para saber de ella; después, probó mandando cartas a
Lilianne, pero las pocas respuestas que recibió, fueron tan insípidas que
siguió con el teléfono, aunque ya a cinco años de ése tres de agosto, la
señora Russ se había tornado huidiza y siempre estaba demasiado ocupada para
atender estas pasivas, pero desesperadas llamadas de Mariana. Al final, se
perdió la comunicación y todos convinieron que estaba bien así. Todos, pero no
sabemos de Lilianne.
Bueno, hoy día, esta mañana, cuando Mariana fue al mercado a comprar fruta,
entre las manzanas rojas y el corazón de las alcachofas, divisó a una joven
mujer de pelo corto y rubio con (¡horror!) ciertos mechones púrpuras,
privilegiada estatura y cuerpo delgado; llevaba los antebrazos descubiertos y
con un par de diminutos tatuajes, su escote moderado anunciaba escasez de
busto, pero éste estaba seguido por una cintura espectacular (mejor que la de
su madre, incluso, pensó la señorita González). No se atrevió a hablarle. Ni a
mirarla fijamente. Nada. Después vio que un niño pequeño y hermoso se acercaba
a ella y la llamaba mamá y que una niñita algo más grande lo imitaba y
¡sorpresa! la chiquita tenía colgada una medallita, ¡la misma que ella había
dado emocionada a Lilianne cuando estaba accidentada!. Y siguió mirándolos,
cuando ya se iban, se fijó en el hombre joven y apuesto que rodeaba la
atesorada cintura de Lilianne y se le vinieron a la cabeza muchas cosas,
mientras, alegres, estaban siendo contemplados. Pero de repente no pensó nada
más, porque se acordó de la medalla simbólica del amor, que Lilianne había
guardado por tantos años, mientras pasaba por entre tanta gente.
O sea “me quiso, me quiere”, sintió. Y una gruesa lágrima dejó sus ojos para
absorberse en su mejilla fría.


EL SECRETO DE DANIELA
“Treinta años y ni un solo pretendiente” fueron las palabras exactas
e “inocentes” de tu tía Hermenegilda el sábado, mientras almorzaban por tu
cumpleaños. Ay, Daniela, reconócelo, tiene razón. Los años pasan. Y duelen.
Afronta la realidad que la amargada de tu tía quiso hacerte entender,
mientras se embutía una buena parte de torta de piñas con el tenedor de plata
que habían sacado para la ocasión y un rastro de crema se quedaba adherido a
sus comisuras grasientas y peludas: afronta la realidad, terca Daniela, te
estás quedando sola.
Son las siete de la tarde, o las ocho. No lo sabes bien. Te da lo mismo. No
tienes marido para quien la cena cocinar o hijos a quienes al colegio ir a
buscar...oh, ¡hijos, niños!,...no, no, no, no recuerdes...Suena el teléfono
¡gracias Dios!, ¿hay un Dios? ¡bah, eso tampoco importa!, te dices, mientras
descuelgas el teléfono de tu apartamento de mujer sola. Era Marcela quien
llamaba, la chica que ocupa el escritorio junto al tuyo en la oficina, en
aquella asquerosa oficina de línea aérea, donde sonríes a la gente mientras
te pasa los días ofreciendo promociones “Europa de oro” o “Playa en
familia”...cómo las odias, ésas, las con imágenes de criaturitas felices sobre
todo. Enciendes un cigarrillo, ése que será el primero de muchos. Te
aproximas al ventanal. Dentro está oscuro; fuera, la ciudad nocturna,
alumbrada por las luces de los negocios, que ahora se apagan, dejando espacio
a la luminosidad de hogares, de los pocos que hay en el centro de la
ciudad, donde felices familias cenan con sus...¡caramba! prometiste no
acordarte: no lo hacías, desde hace como quince años, hasta el comentario de
esa imbécil de Hermenegilda Cáceres.
Tu figura se ve bien, de perfil, recortada medianamente por las sombras, con
ésa chaqueta tuya, que aún no te quitas, la negra, larga y ceñida de cuero,
los cabellos extensos, sólo conformados por tus gruesos rizos castaños,
iluminada allí sólo por tu cigarrillo y ése humo tétrico que emana de él...te
pareces a tu madre el día en que decidían qué hacer...ella te acompañó, hizo
los contactos...¿recuerdas? y ahora murió, dejando de tu vida una mierda para
siempre.
Ahora vas al refrigerador. Una botella de agua mineral medio vacía...¿cómo iba
a haber algo más, si no compras?. Pero no, no tienes hambre. Nadie, pero
nadie, en tu caso podría tenerla...¿cómo, con ése asco?...sangre,
sangre...sangre...¡¡¡¡maldita sea!!!. Acabas de golpear con furia la puerta
del electrodoméstico, como si él tuviera la culpa de tu degradación. De
adolescente no abrías refrigeradores, siempre quisiste hacer dietas,
mantenerte flaca; los odiabas, siempre quisiste acriminar alguno y ahora que
lo hiciste, ¿qué sientes?.
Llorosa, piensas qué le vas a decir a la jefa, porque, simplemente, mañana no
vas al trabajo. No puedes. Estás en tu derecho, en todo caso, las de mañana
eran tus acostumbradas horas extra. Te tiendes en el diván junto a los
ventanales, cubres tus pies con el chal delgado que allí hay. Y enciendes otro
cigarrillo. ¿Daniela, recuerdas? ¡sí, claro que sí! ¿¡por qué, por qué!?
La crueldad humana no tiene límites. Fuiste cruel. Y la vida te paga de la
misma manera: cruel...y vil. Absolutamente rencorosa. ¿No, Daniela?
Sin querer, te duermes. Entonces comienzas a soñar...aquella noche llego al
amanecer a casa, no hay nadie más que la nana, y debe estar durmiendo...vengo
de la fiesta de verano, en la discoteca más popular del balneario...todo
silencioso...le digo a Carlos que pase, lo conocí en la noche, tiene cinco
años más, es todo un logro en mi carrera de polola quinceañera...propone
música lenta, bailamos...todo silencioso...tomamos unas piscolas del bar
lujoso que mantiene mi padre...me siento desfallecer...toda sudada y con
náuseas...me acaricia como nunca antes...ha llegado a mi sostén...ya no puedo
decirle que no...¡auxilio! despiertas, Daniela, con la boca seca: todo es tan
claro ahora...gritas todo lo contenido mientras, desde alguna parte, sientes
sus ojos verdes fijos en ti, igual que ésa vez...de nuevo te estás durmiendo,
totalmente aterrada, pero te estás durmiendo...no he sabido de él, no importa,
ya suficiente he tenido con jactarme frente a mis compañeras...ya van dos
meses desde que en mi colchoncito blanco dejara mi virginidad...lo instuyo:
estoy embarazada...¡horror!...ya siento estrepitosos los comentarios de los
otros...la cara de mi padre...mis caderas con estrías que no quiero, menos a
cambio de perder fiestas y llamadas masculinas y vestidos bonitos...acudo a mi
madre: se preocupa...
¡Ay, Dios, no me hagas esto! ruegas en vano, caes de rodillas sobre el suelo y
gateas hasta un nuevo cigarrillo, encendido con más desesperación que los
anteriores...Daniela: mataste a tu hijo...tú lo asesinaste.
De un solo tirón permitiste a una malvada mujer tirar el cordón de lo que era
una parte de ti, de ésa que ahora está muerta...quizás con las pastillas que
sostienes en la mano izquierda y temblorosa, mandes al resto de ti a hacerle
compañía a la parte exilada.

CARICIAS DE ANTAÑO
Señores:
Tengo fama de puta. No lo niego. Las señoras se ríen mientras cuchichean que
hasta cara de colchón tengo. Qué va. Hablan de envidiosas.
Es cierto que me gusta la carne. Que, por poco, cambio de amante como quien
cambia de calzones o algo así, pero ya estoy bien cincuentoncita como para
decidir. En lo que nadie repara, sin embargo, es en que si no me metiera con
tanto hombre, no tendría ni ropa ni comida ni alojamiento, porque cuando mi
marido de verdad me dejó, se llevó consigo el cien por ciento de la herencia
que, ingenuamente, me dejara papá en sus manos. Así de machista era mi viejo,
para que vean. Para que el que me lea suponga todas las penurias que viví por
ser la sexta hija de una familia sin hijos.
No me gusta, sin embargo, la vida que estoy llevando, porque es sola. Ojalá
que todas las que lean esta carta abierta que escribo, entiendan que vivir así
es más costumbre que placer y que si uno de mis tres hijos malagradecidos me
llamara para decir que puedo ir a su casa a ver mis nietos, yo dejaría
encantada todo esto e iría a misa cada día y me golpearía el pecho con un
crucifijo. ¿Romántico, no? Sólo lo último, porque eso de la vida familiar es
la pura verdad.
Pero hubo una época, un verano, específicamente, en el que fui dichosa.
Contaba yo catorce primaveras y estaba vacacionando con mis primos en una casa
de montaña. Era yo una niña tímida, jamás había dado un beso. Pero tenía el
rostro porcelanesco, el corazón cristalino y, lo más importante, unos, que me
llegaban hasta las rodillas, negros rizos , auténticamente negros, alocados
sobre la cabeza, así, brillantes, desordenados y naturales.
Juan Inostroza se llamaba el chico que se juntaba con nosotros, era el hijo
del maestro que arreglaba el tendido eléctrico y tenía las espaldas anchas y
los labios gruesos, sus manos me hablaban de mucho trabajo y yo lo encontraba
tan guapo que no le quitaba los ojos de encima, creyendo que él no se daba
cuenta y trataba de no hablarle, de hacerme la superior. Pero esa tontera
infantil me duró hasta que un día, unos segundos, nos miramos fijamente, y,
entonces, comunicados sólo por corazón y alma, nos reunimos en el bosque ésa
misma noche, solos, a escondidas. Nos quedamos mirando fijamente (sin caber yo
en mí, sin creer que esa niña que vivía tan feliz ese instante era la misma
que se había acostado, engañando a todos, en la cabaña) y, tomados de las
manos, me condujo hasta un sendero donde, a la luz de la luna, se sentara en
el suelo, me sentara a su lado y comenzara a juguetear con mi pelo, a
revolcarse en él, a aspirar el olor de cada uno de mis cabellos vírgenes, a
enredarlos entre sus brazos, mientras, totalmente en éxtasis decía “qué linda,
eres la más linda”. Y entonces me miraba, y nos abrazábamos. Así seguimos el
resto del verano. Unidos. Escondidos. Recuerdo que uno de ésos días, los
mejores de mi vida, él dijo, cauteloso, -no voy a besarte nunca, porque temo
romper tus labios...son demasiado hermosos para mí...pero tus cabellos, así,
largos, nos hacen perdernos, volar, y entonces nos acercan, porque, al ser
como pájaros e irse, a veces, con el viento, nos permiten a ambos vivir juntos
en ellos-.
Irene Vial.

EL SILLONCITO VERDE
Me recuerdo mansa. Helada, callada e inexpresiva. Sentada en nuestro
característico sillón verde, ése que estaba en el vestíbulo de la casa del
campo. Ése donde no siempre me senté sola. Ése donde cupimos dos, durante
muchos atardeces, anocheceres y amaneceres, hasta hace no mucho tiempo atrás,
pese a ser un sillón pequeño. Me recuerdo sin lágrimas, más delgada que de
costumbre. Completamente ensombrecida, no sólo por mis ojeras recientes, sino
también por esa mirada pasiva y anhelosa, que no se despegaba de la ventana,
quizás esperando a alguien o algo, o quizás sólo pensando, o, lo más probable,
con la mente en blanco: signo cúspide, reflexiono ahora, del máximo dolor. De
ése que sólo se siente. De ése que se infringe en el pecho como un cuchillo
brusco, y, con un alfiler penetra el corazón, metiéndosele en cada fibra, en
cada minúscula arteria, y no dejando ningún minúsculo pedazo de él sin su filo
desgarrador. La boda sólo había sucedido la noche antes y hasta que ambos
contrayentes diesen el sí, yo no creía que pudiera ser posible. Es que no
podía. La naturaleza no lo podía permitir, creía yo, y tenía razón, no
permitió esa indeseable boda la naturaleza, sino mi flaqueza de carácter. Es
como si la intervención al corazón me la hubiese hecho yo misma, sintiendo en
carne propia cómo disminuían sus latidos, cómo, gracias a mi imbecilidad, se
le iba la vida a mi propio corazón. Y ese proceso ha durado toda mi existencia
desde, claro, la noche de la boda.
A Carlos lo conocí cuando era yo muy niña. Sus padres eran amigos cercanos de
los míos. El nuestro fue un enamoramiento progresivo. A los siete años nos
confesamos que nos gustábamos y nos besamos por primera vez. A los catorce,
decidimos pololear y nos besamos por segunda vez; ahí nuestra relación se hizo
pública (hablaba yo todo el día de él, y él todo el día hablaba de mí, me
contaban todos, agradados y risueños por esta naciente relación). En la
primavera de mis quince años, me envió una corona de flores, hecha por él, con
la leyenda “para que bese tus cabellos cuando yo no esté” en un lindo
pergamino que aún guardo. Cuando cumplí los diecisiete, vino a casa y me
obsequió su libro de versos, los primeros que escribió, los cuales venían
frescos de la imprenta, en la primera publicación de este, ahora gran,
artista, están las siguientes palabras escritas en la hoja inicial “para ti,
mi amor, porque son tuyos, simplemente”, ésta dedicatoria, se encargó de
hacerme saber, era, obviamente, para mí. Y en el año nuevo de nuestros
veinticinco años, luego de haber mantenido por más de una década un pololeo
por etapas, pero muy formal, me pidió que aceptase el anillo de platino que me
tendía su mano derecha, temblorosa por la emoción de decir “cásate conmigo”...
Y lo rechacé. Yo lo amaba. Ahora lo sé, todavía lo amo. Antes también lo
sabía, pero alguna fuerza maligna se apoderó de mí y me obligó a dar un “no”
en nuestro acostumbrado silloncito verde, lo peor de todo es que aquel odioso
poder era mi propio yo, mi propio yo no me dejó ser feliz a mí ni al ser que
yo más amaba en el mundo: a Carlos. Él, mi lindo muchacho de margaritas
marcadas y versos jóvenes, se fue a vivir a Europa inmediatamente, con el
corazón igual de estropeado a como lo tenía yo la mañana siguiente a la boda,
o aún más.
Natalia es mi única hermana. Tiene cinco años menos que yo. Natalia y yo, las
chiquitas inseparables. De niñas, solíamos contárnoslo todo mientras jugábamos
a las muñecas en el sillón verde del vestíbulo, íbamos a cabalgar juntas y
siempre charlábamos, durante la marcha, en que nuestro sueño era casarnos las
dos, yo con Carlos y ella aún no sabía con quién, y hacer con nuestros maridos
un criadero de caballos, ¡íbamos a cuidarlos tan bien!, primero, liberaríamos
a todos los que eran maltratados y les devolveríamos su natural vigor, luego,
éstos irían reproduciéndose y, a sus nietos, los criarían nuestros hijos. Tan
unidas, tan parecidas. Pero Natalia tenía algo de lo que yo carecía, si bien
no por completo, en buena parte, Natalia tenía el don de la hermosura. Ni
bonita, ni bella, ni agraciada, ni linda, ni encantadora, ni de lindos ojos,
ni de belleza exótica. Hermosa, sin más. Desde que nació la gente se daba
cuenta de su altivez, al verla fugazmente en la calle, volteaba la espalda no
para mirarla, sino para admirarla. Recuerdo una vez, a sus cinco años, que
íbamos al extranjero y al pasar por policía internacional, por esa implacable
policía chilena, el funcionario rechazó sus documentos, porque “ningún tipo de
delito podía rodear a un ángel”. Así creció, discretamente consciente de su
belleza, que es como se comportan las que no necesitan artificios o sonrisas
para mostrar un rostro y cuerpo armoniosos. En suma, mi Natalia, con sus
claros y almendrados ojos verdes logró, sin quererlo, cautivar a todos. A
todos, para mi pesar...
Estudió filosofía en Santiago, pero, justo al terminar, tomó una beca para ir
a Berlín.
Regresaría tres años más tarde, comprometida en matrimonio..., con Carlos.
Los preparativos para la boda fueron rápidos. Se me preguntó al principio mi
opinión. Todos dijeron que no querían herirme, que si yo me oponía no había
boda, anunció decidida mi querida pequeña hermana. Me callé. Me senté en el
sillón verde. Sentía, y mamá me lo confirmó, que si me negaba no habría
demasiado dolor, que ese matrimonio era sólo por seguir un curso vitalicio
normal. No lo hice. Sólo esperé. Fui la madrina de honor. Entre las pocas
palabras de Carlos, desde aquel perdido año nuevo estuvieron, “que seas
feliz”, justo al salir de la iglesia. Ellos volvieron a Europa un mes después.
Yo me quedé. Me quedé con mis recuerdos en la vieja casa del campo,
recibiendo, una a una, las noticias de Alemania, tengo cuatro sobrinos ahora.
Han pasado cincuenta años desde la boda, en realidad. Pero acá se me va la
vida junto con el aire de la montaña: sin meditarlo, así que no entiendo de
años.
Pero esta mañana me ha dado por acordarme de todo, de todo, porque me avisaron
que...me avisaron que Carlos murió anoche.

LA BOLETERA
Los bucles salvajes que pendían de su cráneo conferíanle a la mujer cierto
encanto genuino, difícil de encontrar por estos días, pensó Ignacio. Lo
exótico de aquellas crenchas voluminosas que cubrían, en gran parte, su
tostado rostro y que se enredaban, como lianas, alrededor de sus brazos, la
hacían única. Sí, única era la palabra adecuada para describirla, para
describir a esa fémina que no hacía más que un metro sesenta de estatura y
que, sin embargo, le estaba quemando la piel, el corazón y hasta los
intestinos; eso, teniéndola a distancia, habiéndola conocido recién y sin
haberle hablado una palabra, sólo mirándola. Entonces, ¿cómo sería sentir su
voz emanando de esos labios carnales y deseables dirigiéndose a él? ¿qué se
experimentaría al tocar sus brazos de cobre para preguntarle qué hora era? y
¡ay! el pobre y tranquilo de Ignacio estaba seguro que al conocer a alguien
como ella, su vida sería algo así como un torbellino. Los pies despegados del
suelo, y el cerebro conectado, directamente, al corazón; cosa que él, jamás
había probado, porque “a distancia sabe mejor”, se decía. Pero ahora estaba
allí, desde hace no más de diez minutos, en esa fila larga y calurosa para
ingresar al catamarán y ella, la chica que recibía los boletos, sin siquiera
haberlo mirado, lo tenía más trastornado que cualquier cosa sufrida en su
treintañera vida.
Llega donde está ella. Se fija en las partículas de sudor que abandonan los
poros de la chica...¡si tan solo pudiera absorberlas en las yemas de sus
dedos!. Ignacio sufre. Él, soltero, recién recibido de ingeniero, como segundo
título universitario, y dándose ahora unas vacaciones en el Caribe no puede
estar sintiendo esto por la boletera. Él, muchacho responsable, medido.
Educado bajo el más estoico de los catolicismos y bajo los más puritanos
preceptos. Ignacio no quiere, simplemente, “pasar la noche” con la chica, como
hacen sus conocidos. Eso sería mucho mejor y más normal. Ignacio sería dichoso
si tan sólo ella lo dejara lamerle los pies. Y sí, va a pedírselo. A esta
veinteañera le han pedido algo más atrevido que deslizar una lengua por sus
sandalias de plástico, se le nota, porque también se le nota que ella misma ha
pedido más. “¿Qué tanto?”, piensa Ignacio. En Chile no tiene por qué saberlo
nadie. Ella se conformará con unos dólares. Jura que no la tocarán sus manos y
que no será hasta más arriba de los tobillos. Pero es que no se aguanta...no,
no puede quedarse con esas ganas impetuosas dentro. Ya, ella acaba de cortar
la mitad del boleto de Ignacio...es el momento de proponérselo:
-Buen viaje, señor...
-mmm,est...eeeh. Quisiera, si, o sea...¿podría?, olvídelo. Gracias, señorita.

EL ATREVIMIENTO
Hace tanto tiempo que me gusta él. Que me trastorna su sonrisa. Que sus manos
serían mejor aprovechadas por mi tacto que el mismo piano de Mozart. Que si me
diese una oportunidad de demostrarle lo enamorada que me tiene sería yo capaz
de...bueno, no sé, de hacer algo imposible. Que me desespera el verlo tan
ocasionalmente.
Hoy día es uno de esos días en que lo voy a ver; en una comida llena de gente,
eso sí. Sólo debo hablarle. Para él, yo soy sólo una más del montón. Pero si
me acerco y me atrevo a conversarle a la persona en la que más pienso, dicen
mis amigas, “tendrías más posibilidades”. Y como ya estoy cansada de este
silencio que he comenzado a creer absurdo, hoy día le voy a hablar. ¡Hoy día
me voy atrever!
Ya llego a su casa. Mis piernas ¡oh, malditas! no me sostienen. Las mejillas
suben su temperatura en cien grados. El corazón galopa dentro de mi pecho
inocente. ¿Y mi lengua? ¡ah, a ésa se le olvidó hablar!. Lo diviso. Me divisa.
Se acerca a saludarme. Viene lindo; linda su polera, lindas sus manos (que
sostienen unas pinzas para sacar hielo –es muy cooperador-), linda su cara mal
afeitada, lindo el suelo que pisa a medida que camina...lindo él.
Besa mi mejilla contrariada, intensamente, como lo hace con todos los cuales
con él comparten besos de saludo y despedida:
-¡Hola! ¿cómo estai? (pregunta, simpático)
-Bien...¿y tú? (¡¡¡grande, hablé!!!)
-Bacán. Acá. (ya se está aburriendo de mí)
-Te...tengo algo que decirte. (ay, Dios... ¡¡¡¡piedad!!!...aprovechando la
instancia de rara y “sostenida” charla, decidí confesarle mis sentimientos
hacia él)
-Dime. (¡cásate conmigo!, quiero gritarle)
-Bueno...yo...tú...es decir, ¿qué tal el clima aquí? (tonta...tonta...más que
tonta)
-Igual que en tu casa (vivimos a pocas cuadras de distancia). ¿Estai bien,
cierto? (debe pensar que soy una pequeña imbécil)
-Sí, gracias. Oye, pero ¡¿en serio...es que, bueno, en el informe de ¿cachai
el tiempo, cierto?...no sé si lo viste... (lo perdí para siempre)
Voces externas: ¡¡¡todavía espero ponerle hielo a mi bebida!!!
Él dice, salvado y agradecido de él o de la, ¡vamos!. Sale rápido.
No lo miraré a la cara por el resto de...de este año, creo.

MEMORIAL
Mira, mijita, esto que yo te voy a contar es un secreto que guardé por años,
pero como ayer se murió su protagonista, te lo voy a decir. No es que yo lo
haya guardado por ella, porque ella ni sospechaba que yo lo sabía. ¿La señora
Claudia, la protagonista?. Sí, es ella. Claro que ibas a adivinar fácilmente.
Ésa parte la supuse, cabrita, porque eres harto inteligente, pero, por favor,
sé discreta y quédate bien calladita cuando termine de contarte. No, no, no es
por guardar las apariencias. Es por no tener que hacer sufrir a muchos. ¿Que
si Claudia sufría?. Sí, pero ella es la única no víctima en todo esto, según
veo yo. Ésa maldita...que se la trague el diablo...¡Silencio por ahora! ¡A ver
si después la defiendes tanto!...era de sentimientos extremos; contigo, fue
buena, porque eras la servidumbre, y a ella le gustaba que la sirvieran, que
la adularan, ser la mejor patrona, la única que te lleva al Parque Arauco con
ella; y en el caso de mi pequeña, fue mala, mala, vaya Dios a saber por qué se
comportó de esa forma. Parece que te adelanté mucho...mejor, te digo desde el
comienzo:
Claudia era cien por ciento sangre árabe. Sus abuelos nacieron en Palestina y
llegaron, en la década de mil novecientos veinte, dejando atrás a diezmados
por el cólera, y sin un peso en los bolsillos, a Chile. Era gente sin nada de
renombre social, para que veas que los aires que se daba tu famosa Claudia
eran infundados e infundamentables, pero muy inteligente. Al pisar tierra
firme no pararon de trabajar hasta el día en que murieron. Primero, un negocio
pequeño, algunos años después, eran los dueños de una industria. Eso no se
puede negar, Claudia nació y creció rodeada de ropa fina, viajes en avión y de
la alta sociedad santiaguina. Su padre la educó en un típico colegio inglés,
uno muy prestigioso, uno donde a ella se le quería como al resto, porque era
una más: iba a las mismas fiestas, hablaba el mismo idioma y vestía igual.
Claro que ella se la pasaba en el Club Palestino y tenía allí muchos amigos
árabes. No sé si entiendes, pero Claudia era una cuica más, aunque con la
gracia de un apellido extranjero que le otorgaba el privilegio, entre otros,
de bailar árabe donde fuese. Sí, recuerdo que era un espectáculo maravilloso:
todos vitoreándola y pidiéndola, acompañándola con las palmas y ella, en el
centro, sonriente, meneando las muñecas y las caderas, que eran las que mejor
acompañaban al laúd y al timbal de todas las que se movían en el escenario.
Recuerdo esos ojos vibrantes de su juventud, tan remarcados con lápiz negro,
para hacerlos más exóticos. La apodaban “la turca”, y a ella le gustaba,
porque la hacía única, aún cuando podría apostar los ojos, a que hubiese ella
preferido ser la alemana o la francesa, o si no ¿por qué se operó la nariz
para dejársela respingadita y se tiñó dorado el pelo cuando empezó a
envejecer?...te lo digo, Claudia siempre se arregló mucho físicamente,
demasiado, diría yo, porque le faltó cultivo intelectual. Creo que sus ojos
leyeron tan pocos libros como los de un analfabeto y, aparte, sus manos no
tocaron un plato para ser lavado. Claro que era linda, cuando joven. Su sueño
de adolescente consistía en encontrar un hombre buenmozo, adinerado y
cariñoso. Uno que fuera socialmente entrador, para lucirlo en las miles de
fiestas donde ella iba; uno que pudiera movilizarla en un auto lujoso y
permitirle una tarjeta de crédito ilimitada, y llevarla al Caribe, donde a
ella tanto le gustaba ir a asolearse; uno que la defendiera si escuchaba que
la estaban chismorreando; uno que le diera hijos bellos. Y lo encontró. El
tipo era de familia alemana, nacido en Chile, arquitecto prestigioso, joven,
poseedor de ojos tan azules como el cielo en verano, de modos más dulces que
la miel y una protuberante cuenta bancaria. En suma, un “muchacho serio”: una
oportunidad que no se debía dejar pasar.
Heinrich (éste era el nombre del susodicho) y Claudia se casaron a los
veintidós años de ella, y a los treinta y dos de él. Él la amaba como un
tonto, decididamente. Le compraba lo que fuese que a ella se le ocurría,
reconozco que la respaldé,: las perlas más genuinas (y –era que no- las más
caras), ropa italiana, perfumes franceses, y, lo más comentado, una mansión en
el barrio alto (ésa que tú trapeas hasta despulmonarte desde los trece años)
donde se dieron, en sus años buenos, los más sofisticados acontecimientos
sociales. Lleno de momios, te diré. Todos los que se juraron jaguares, ya
fuesen de la televisión, política o arte en aquellos tiempos, deseaban estar
allí. A Heinrich no le agradaba todo eso, pero lo asumía sonriente, por su
liebe Claudia, como la llamaba.
Tu señora Claudia parió tres niños. Al año de casada nacieron los mellizos,
que fueron dos jovencitos iguales a su padre, con los gustos de su madre. Eran
buenos niños, eso sí, todavía lo son. Siempre lo he dicho...sí, claro que me
respaldas, no creas que ignoro, cabrita, que andas como tetera caliente detrás
del primogénito de uno de ellos...sé, porque vi como se miraban en el
funeral...no, no va a ser tan difícil que se junten, los tiempos han
cambiado... No nos desviemos. Heinrich y Claudia estaban muy contentos con sus
varoncitos, en especial ella ¡si los vivía mimando!. Cuando los niños tenían
diez años, entonces vino al mundo Nayla, así fue como la llamaron. Ya entro en
la parte conflictiva...
Nayla, desde recién nacida, fue una preciosura. Y lo siguió siendo durante el
resto de su corta vida. Era mucho más bonita que su padre, sus dos hermanos y,
definitivamente, que Verónica, su madre.
Nayla sí que tenía un rostro típicamente árabe. No se parecía a su madre, sino
más bien a la madre de ella, una hermosa mujer, y lo digo con honra, pero con
humildad, que, de haber sido actriz de cine, hubiese encarnado perfectamente a
Sherezade, porque sabes quién es Sherezade ¿o no?...que Claudia te dijo que
contaba cuentos y que, ah, ya, veo que captas la idea...Bueno, de bebé, mi Nay
era exquisita: todo el mundo babeaba por ella, no así su madre: decía que si
lo hacía los mellizos iban a ponerse celosos, pero mentira: ella era la que se
ponía celosa, descubrí yo. Lo que más la irritaba, después de ver cómo la
criaturita le dilataba las mamas, era cómo Heinrich la mimaba, cómo se
levantaba en las noches a contener su llanto (cosa que ni por ella habría
hecho), cómo la exhibía al público, orgulloso, si la bebé ni siquiera se
parecía físicamente a él... ¿Que cómo era al crecer?, allá voy: tenía, Nayla,
la piel blanca, muy, muy suave, como de un leve terciopelo, una piel pura,
limpia, excenta de acné y de ésas pigmentaciones feas que aparecen en los
cuerpos adolescentes; en verano, ésta adquiría cierta coloración de oro medio
cobrizo; a sus quince años, Nayla ya era muy alta: un metro ochenta de
estatura..., tenía las piernas largas y firmes, privilegio que le había
otorgado su natural afición a la danza, porque de niña bailaba ballet, pero al
verse tan alta, comenzaron ciertos dolores físicos y lo tuvo que dejar:
convirtiéndose éstos dolores en sicológicos, aún así, tuvo siempre la gracia y
prestancia de una bailarina, si con sólo cerrar los ojos, recuerdo su cuello
largo y fino, que descendía en dos notorias y hermosas clavículas que
desembocaban en unos hombros redondos, bajando por sus brazos de marfil hasta
llegar a unas muñecas finas y huesudas, al igual que sus tobillos...no poseía
mi Nay, eso sí, un cuerpo perfecto, a lo mejor tenía demasiada carne en sus
pechos, cintura, nalgas y caderas, pero éste es un factor genético: ya dije
que Nayla era una bella muchacha árabe. Tenía, perdón que me explaye tanto,
pero el tema me emociona, el rostro dulce: las mejillas llenas, los labios
pequeños y expresivo; el ángulo recto de su nariz y sus inmensos ojos grises,
suavemente ensombrecidos por pequeños huecos bajo ellos, sí, ojeras, daban la
impresión de soledad, pese a los adornos de sus larguísimas y tupidas
pestañas. Poseía el temple de la mujer árabe, de la niña, en este caso, con su
cabello disparatado, sólo compuesto por rulos negros. Era una personita
callada, no hablaba de cómo se sentía, pero su rostro la traicionaba, porque
sólo con mirarla, yo deducía qué pensaban ella y su corazón, porque ella
confiaba en mí, me quería, se preocupaba de cómo estuviera yo, y no me trataba
como vieja, así como también de cómo les fuera a los demás, intentaba
ayudar...su paso por nuestras vidas fue definitivamente un regalo de
Dios...¿que no llore?, sí, sí, tienes razón... Nayla amaba los libros, era
brillante en matemáticas y física, ¡si vivía haciendo experimentos con luces,
tablitas y cosas raras desde chica!. Era, para ser franca, muy inteligente.
Toda su vida sorprendió esto al mundo, ya que sus antecedentes maternos,
francamente, no presagiaban un intelecto, y menos lo hacía el ambiente
estrangulador donde a la pobrecita le tocó crecer.
¿Y Claudia?...nunca la amó. No le importaba si su hija estaba o no enferma, si
gritaba o lloraba, si llevaba el vestido limpio o si le intentaba conversar,
si su chiquitita sonreía o se bañaba en la piscina hasta muy tarde. Nada. A su
hija la criaron las nanas y yo, porque el padre, pese a estar loco con Nayla,
no le alcanzaba el tiempo para atenderla. Cada vez que planificaba Heinrich
algún paseo con su hija, Claudia, tu patroncita, salía con que nunca estaba
con ella y que su relación ya no parecía matrimonio, entonces el falto de
carácter de Heinrich dejaba sola y más sola a Naylita y seguía las excusas de
su adorada mujer, a quien yo amé, lo supones, pero a quien odié últimamente y
si te cuento todo esto, es, porque carezco de otra forma de descarga.
Lo peor sobrevino al tener la niña la figura de una adolescente...¡Verónica en
su metro sesenta de estatura se sentía tan disminuida ante el porte de Nayla!.
Vivía retándola por cualquier cosa, le decía que era una tonta por pasarse la
vida entre libros y no entre gente...amonestaciones tales eran un hierro
incandescente para la sensibilidad de la niña...la que nunca, entre sus
lágrimas secretas, atinó a comprender el porqué del comportamiento de su
madre, de quien más debía amarla en el mundo. Menos mal que no lo hizo, que no
lo dedujo, que no presintió esta verdad tan evidente a los ojos ajenos: los
que primero fueron celos, ahora eran envidia...una envidia, en verdad, sagaz y
nociva. Claro que la madre no quería a su hija en el mundo de la sociedad
santiaguina, por mucho que le reprochase su ausencia allí; claro que no,
porque eso significaba darle, a Nayla, su lugar. Saberse adulta y retirada.
Preparar los oídos no para piropos de admiradores propios, sino para piropos
para su hija. Para esa chiquilla que se alzaba por su sencillez y belleza,
cosas que ella jamás poseyó en realidad.
Por supuesto que a Nayla no le interesaba en lo más mínimo el seguir la huella
de su madre, pero, a los dieciséis años, conoció a un joven que la hizo
introducirse, sin perder su natural aura, en los espacios de sus compañeros de
colegio y de los visitantes naturales de su casa: Antonio, el bello Antonio.
Todos lo queríamos: era alto, tenía anchas espaldas y chispeantes ojos, había
vivido en muchos países, porque su papá era diplomático, un muchacho simpático
y entretenido, igual de buen lector que Nayla, a quien había enamorado
profundamente, en gran parte por lo enamorado que estaba él de ella..., tenía
un gran y único defecto, el gallardo Antonio,: también había enamorado a
Claudia.
¿Me traes una taza de café?...gracias, ya se me seca la boca. Claudia era muy
astuta. Se iba a ver raro que Nayla tuviese prohibido salir, sobre todo si era
con el bueno de Antonio, entonces comenzó a...comenzó a...envenenar a su
propia hija...¿No me crees?...tampoco lo creía yo, pero lo vi con los mismos
ojos y la misma certeza con la que te veo ahora a ti. Primero, ponía
componentes, de a poquito y en polvo, en las comidas de mi niña, claro que
esta hipótesis la armé yo cuando el mal estaba hecho, cuando no se podía hacer
nada...gracias a su madre, Nayla empezaba a marearse y a vomitar siempre que
recibía invitación a alguna cita...caminaba por las habitaciones como ausente,
sin nada de fuerza, teniéndose que sentar cada cierto tanto...entonces, ¡ay,
qué rabia tengo!, Claudia armó un escándalo en la cocina, decía que eran las
empleadas quienes tenían con su “insalubre comida” enferma a su frágil hija,
ordenando, de ahora en adelante, transportar ella misma, y nadie más que ella,
conste que si alguien desobedecía Claudia no lo pensaba dos veces antes de
dejarlo sin trabajo, todos los alimentos a la chiquilla. No me extrañaba a mí
que Nayla no comiera, si su madre ahora le hacía unos mejunjes asquerosos que,
camino a la habitación, roceaba con tranquilizantes, descubrí después...¡¿cómo
no sospeché desde el comienzo por qué tantos diazepanes?!. Por esos días,
todos asistíamos a la habitación de esa cosita pálida, de labios idos, a
hacerle compañía: sus hermanos y su padre, de verdad sufrían, porque ante la
sola mención de un médico que no fuera ese doctor amigo de Claudia, ése que
ella traía, ella armaba escándalos donde nos acusaba de no respetarla en su
dolor, decía, y gritaba que ese iba a matar. Por esos días fumaba más que
nunca, y también inhalaba cocaína más que nunca, ¡no me digas que te
sorprendes!, droga que, de seguro, le introducía a mi Naylita, bebía como loca
(bueno, eso era).
¿Y Antonio? Tan leal como sólo él puede ser. Venía cada día con pasteles,
música, películas, libros, flores y revistas a ver a la enferma. Apoyaba su
cara muy cerca de la de ella y le susurraba qué iban a hacer cuando ella
mejorara. Hasta el último día, el querido Antonio jamás perdió las esperanzas.
Durante las visitas, Claudia no salía de la pieza, con su charla vacía y sus
piernas, trasero y pechos viejos y retocados, casi totalmente al descubierto,
intentaba distraer al novio de Nayla del lecho triste y blanco, donde se
consumía la chiquilla, al igual que Antonio. Una vez que, esforzadamente,
Antonio convenció a Claudia de llevar a Nayla al jardín, una hora por tarde,
la niña empezó a tomar colores y a conversar más animadamente. Entonces
Heinrich no toleró más la rareza del caso y dijo que ésa noche un médico amigo
de él, de alto prestigio alemán, iba a examinar a la niña. Aquella tarde,
Dios me quite la memoria, Claudia andaba como si no fuera ella, andaba como
una gata enjaulada, como en otra parte, histérica como nunca, y se me ocurrió
seguirla a sus aposentos...la vi abrir su vestidor...extraer una caja
escondida de entre sus botas...abrirla...observar un horrible set de las más
variadas drogas con sus jeringas y cucharillas pertinentes...llenar una
jeringa gorda con el líquido del frasco que anunciaba morfina...guardar
todo...y encaminarse a donde estaba su benjamina...y grité ¡lo juro! luché
contra ella, me desesperé por única vez en la vida, le grité y...entonces...me
desmayé...
Despertaría bajo el rostro gordo de la cocinera con un horrible dolor de
cabeza... la casa olía extraño y yo reposaba en el mullido gran sillón de la
sala, atiné a preguntar, recordando lo que parecía haber ocurrido ayer, ¿qué
pasó?, y la mujer, doña Mece, estalló en lágrimas y dijo “ya...ya... murió”.
Pese a sus advertencias, me levanté y, tambaleante y confundida, recorrí la
mansión llamando a Nayla y a Claudia, ...mi hija.

LA ACLARACIÓN A LA MARY
Una vez que hube terminado de fregar los platos, me dispuse a ver la novela de
las dos. Ante mí acomodé un mate caliente, eso sí, porque aunque estemos en
verano, a mí el matecito no me puede faltar. Así como a toda la gente de
campo, no más. Pero justo cuando me disponía a descansar mis nalgas viejas
sobre el terciopelo raído del sillón, recordé que debía llamar a la Carmen
para que se tomara la leche. Porque así dijo el médico cuando la llevé el otro
día: tres vasos grandes al día y crece con los huesos sanos, o si no, la cabra
se nos desnutre. Entonces, pese al reuma, me paré en la puerta de la casa a
llamar a la niña, que, como de costumbre, llegó toda empolvada y con los mocos
abajo, aunque como esté luce mejor que cuando llegara al año de vida acá, en
los brazos de la Mary.
A la Mary yo la adopté más por pena que por otra cosa. En aquel tiempo yo ya
estaba sola y como plata no me faltaba, la dejé conmigo. Era una huérfana
callada y golpeada por el hambre, el frío y muchos chicotes. Así que la traje
a San Coihue cuando contaba diez años, o sea diez años atrás. Yo no tengo nada
contra la Mary, o sea puro cariño. Pero igual me enferma que sea tan falsa ,
como si pensara cosas nada que ver con las que hablamos. No sé si es
inteligente o no la chiquilla, pero a sus quince años la envié a la ciudad
para hacerla alguien, y hasta el momento resultados no he visto. Aunque yo
confío en ella, y no creo que sea putaza, como cuchichean los vecinos. Viene a
verme re poco, no más de tres veces año, y ya van tres que viene con niños
bebés en los brazos. Me cuenta que sus padres los maltratan o que han muerto o
que se los encontró en la calle o qué sé yo. Entre lágrimas suplica mi cuidado
para ellos, alega que como está estudiando no tiene cómo mantenerlos, pero
dice que cuando se case se los lleva toditos y yo me desocupo. De ahí le da al
tema de mi soledad y de que estos pajaritos me acompañan. Rematando en el
hecho de que tal como yo la salvé a ella, alguien debe salvar a estos niños y
que, como dice, mientras tanto ella no puede y bla, bla, bla...
Pero hasta hoy no he reunido el coraje suficiente para aclararle que a mis
sesenta años me cuesta agacharme y escobillar ropa, ya no tengo cuero de
levantarse a las cinco y que sería mejor estar sola, disfrutando de lo poco
que tengo, a criar malagradecidos enanos, más encima feos.
Hoy viene de nuevo: con sus comisuras altaneras, va a llegar. A hablarme como
se dirige a la pobre anciana que cree que soy...pero no...ya no
soporto...¿además, les confieso algo? El Patrick, el mayor, es igualito al
tractorista que vive a la vueltecita, aunque yo no lo quiera reconocer.
..Y ahí viene: trae el pelo rubio y la boca roja, los pantalones se los metió
con vaselina de lo apretados que le quedan, parece, y tiene una tremendas
tetas..anda con un gallo por primera vez en público, es harto picantoso, me
fijo, de la ciudad...se acerca y habla:
-Mimi, esta guaguita, que es linda, es de la Cari, dice si se la cuida, que su
pololo es borracho, Mimi, borracho, y le pega, y por un poquito nomá, y vine
con el Johni, que si me lo aloja un poco a ver si descansa mientras vuelve a
uscar pega pa allá... yo me voy mañana...¡pero diga algo! ¿Mimi? Oiga déjenos
pasar, que traemos en medio ni que diente...¿Mimi?
- Nunca pensé decir esto: Mary Pérez te vas y no vuelvas. Llévate a tus
mocosos y a tu gallo...y ¡ah! Me llamo María Cristina, no Mimi, como las
estúpidas.

POR ELLA
Y me la imagino tal como debe estar en este momento. Abrazada a sus rodillas,
descalza, con la vista fija en el infinito y con una sonrisa dibujada en sus
labios mudos.
Cuando la llame, se demorará en sentir el timbre del teléfono, luego hará una
mueca de rabia por la interrupción a sus calmos pensamientos, equilibrará sus
muslos grasos sobre las duras rodillas y se aproximará al aparato. Cuando diga
aló, yo le preguntaré que por qué la voz de sueño, a lo que ella contestará
que es su voz usual y que si vamos o no al cine. Y pasaré por su casa, la
recogeré bajo mi paraguas azul marino, nos tomaremos de las manos, pasaremos a
que le compre barquillos copados de crema helada de vainilla bañada de
chocolate de ése que le deja a uno las manos más llenas de chocolate que el
que ingirió y nos iremos riendo hasta llegar a la última fila de butacas. A lo
mejor ella llore cuando los protagonistas se casen, o a lo mejor lo haga yo.
No lo sé. A lo mejor no llore ninguno de los dos. A lo mejor no nos guste la
película. A lo mejor no la amo como digo que la amo. A lo mejor ella sí me ama
y lo niega por puro orgullo. No sé.
Ella es escritora. Yo, sólo aficionado. Nos conocimos hace un año, durante una
conferencia para la prevención del sida que había en la universidad, y ella
bromeaba diciendo a todos que era lesbiana. Aquel día llovía como hoy. Recién
nos habíamos conocido, pero al finalizar la jornada irreprimiblemente sentimos
deseos de besarnos. Y lo hicimos. Ahora ambos nos arrepentimos. Si no lo
hubiéramos hecho no estaríamos obligados a tener que juntarnos, a tener que
llamarnos, a tener que charlar, a tener que besarnos y a tener que el uno
vivir pensando en el otro. Por eso ella dice que no me ama, porque este amor
no es como debería ser el amor, como los amores de las películas, con vestidos
largos, rizos, flores, atardeceres, amaneceres, caballos y varios otros que
son imaginables. Este amor es con los olores de las verduras podridas y
frescas de la feria por donde caminamos, este amor huele a las carnes y
cecinas del Mercado de Temuco, este amor huele a mi impermeable oloroso a
cigarrillo, este amor huele a sus axilas que no puede en invierno lavar a
diario, porque el agua caliente es demasiado cara para ella.
Debería decir que ella es soberbiamente inteligente, extrañamente hermosa y
dulcemente buena persona. Pero no es así. Ella es casi gorda y más que baja,
peina el cabello liso y negro de la mujer mapuche y tiene los ojos del café
más común. Tampoco es brillante intelectualmente, de hecho, se demora en
comprender las ideas. ¿Buena persona?, no sé, como todas, creo. Pero tiene
algo: las pupilas se le oscurecen si está explicando alguno de sus muy
complejos pensamientos, parece que los pechos se los hubiese redondeado Dios,
tiene un ángel dentro de ella, porque habla, ríe y se comunica con la gente
transmitiendo satisfacción, ella es reconfortante, amena y divertida, se
parece a la única otra persona que en el mundo debe ser como ella, porque no
puedo darle el lujo de decir que es la única, la única a la que la gente busca
después de intercambiar unas palabritas, la única que con su genio simpático
conquista el mundo, pese a no ser de las bellas, pese a no conocer yo a más
como ella.
Ella no tiene un nombre extraño. Se llama simplemente María. Como la virgen,
digo. Que no cree en la virgen, dice. Nadie es virgen teniendo un hombre tan
bueno como el José al lado, nadie, insiste.
No sé por qué cuento la historia.
Debe ser porque, en una de ésas, le hallo un nombre y se la regalo a ella,
como ella a mí me regala muchos de sus poemas, los originales, dice, para que
cuando ella se muera luego de haber sido famosa, yo cobre caro por ellos y
pueda salir a flote y publicar mis propias novelas, y no vivir bajo el alero
de ella, de ella que, según opinan en voz baja mis conocidos, escribe mucho
menos bien que yo. Pero yo no puedo intentar publicar algo mío. Si lo hiciera
y tuviera sentido, le quitaría la satisfacción a ella de ser la exitosa en
nuestra relación, aunque no sé si lo mío y lo de ella llega a relación, pero
parece que ella sí lo sabe y no puedo defraudarla dejándola más abajo que yo.
Debo postergarme. Por ella.
Y si lo mío no es amor, entonces díganme: ¿qué es el amor?, ¿existe?.

LA VIDA PLÁSTICA
La voz de mi madre terminó por sacarme de mi sueño, o tal vez ensueño. Del
arte de pensar sin argumentos o de la angustia de todos los tiempos, como lo
llamo. Mi boca se había secado, porque la saliva húmeda tuvo mi almohada
empapada durante la noche, y ahora mi almohada intentaba secarse cada vez más
hedorosa y mi lengua escarbaba en su hogar por esos hilitos blancos que se
tejen como telarañas dentro de la boca cuando ésta se ha secado.
Al fin aparté violentamente el edredón, me paré de un salto, me sentí mareada,
me vi fugazmente en el espejo y salí. El olor a café con leche y a pan tostado
acabaron de despertarme. Me senté en el puesto de la mesa donde solía sentarse
la abuela y esperé. Mamá me grita desde la cocina que si quiero desayunar debo
preparármelo yo misma. Luego pasa al lado mío con una bandeja llena de
exquisiteces dispuesta para Felipe, en el segundo piso. Ahora que ha muerto la
abuela y mamá ha podido por fin traer a Felipe a vivir con nosotras, todo es
pura porquería.
A Felipe lo tuvieron preso los milicos por ahí por el setenta y tres. Cuenta
que lo torturaron un día entero y que aún así no le sacaron nada de
información. Si me parece demasiado contradictorio que alguien como mi mamá se
interese en un tipo tan vago como él, más contradictorio me parece que Felipe
haya podido dirigir un movimiento útil en los tiempos de la Unidad Popular y
que éste haya sido tan nombrado como para que después arrestaran a su líder
pese a ser alguien tan poca cosa como Felipe, así que, sinceramente, crean y
confíen en que los milicos apresaban y mataban a cualquiera, porque a Felipe
lo hubieran matado también de no ser, porque el Coronel del regimiento había
sido conocido de su difunta madre y lo libró de culpa mandándolo a Suecia por
los diecisiete años siguientes.
Sí, Felipe es poquísima cosa. Difama por ahí que es comunista y jamás se ha
leído El Capital (de Marx, por supuesto). Frente a él me hago lo más estúpida
y fascista y consumista que puedo, porque no quiero que me instruya y me
discursee como lo hace con su propio hijo. Felipe es una lata que mi mamá
mantiene y regalonea a cambio de nada, porque no sé como mi mamá, abogada y
todo, pudo dejar a un médico algo convencional como mi papá para seguir a este
otro huevón que bien cagado del mate está, ése cambio que hizo no fue por
amor, el amor no llega a tanto, el amor no es caprichoso y no perjudica a
nadie, porque a mí, a su hija de catorce años, me perjudica mucho el tener a
Felipe en mi casa y a mi papá como a mil kilómetros.
Y mi vida es peor que eso. Por lo menos desde ayer en la noche. Fecha en que
me enteré que mamá también lideraba el movimiento pro Allende con Felipe, su
novio o compañero, como se dicen, que mi mamá también estuvo detenida, que el
Coronel no era sino mi propio abuelo materno, que mi mamá se fue también a
Suecia, que allí fui concebida yo...y que al hombre, al buen médico, que he
conocido desde que recuerdo, como mi padre, mamá lo conoció recién volviendo a
Chile, hace diez años.
Sí, mi vida es toda mentira, un puro y contaminante plástico.

EL HOMBRE A LA VUELTA DE CADA ESQUINA
Su mirada liberaba fuego, creo. Sé que la física no permite este fenómeno,
pero yo tenía la cara ardiendo mientras él no dejaba de mirarme. Él no mira
como todos, porque por lo general, al encontrarse la propia vista fija en
alguien con la propia vista de ése alguien, entonces se produce un momento muy
desagradable. Pero él carecía de ésa emoción no correspondida, de ése mandato
social que ordena ojear con disimulo a los compañeros de clase o autobús, él
simplemente observaba a quien fuese con vivo y despierto interés sin importar
otra cosa en el mundo y sólo detenía su examen (que no duraba más de un minuto
tampoco) al ver saciada su curiosidad.
A lo mejor la desfachatez con que se ríe tan en silencio físico, pero tan a
viva voz, de la rigidez incoherente que nos hemos trazado para convivir, es el
mejor indicio de la gran inteligencia que albergaba este pequeño moscardón
social. Y es que por el camino no me había encontrado a nadie como él, es que
la mayoría eran personas comunes y los otros no lo eran por el natural hecho
de amarlos yo, pero él, sin contar ni con mi amor, apenas con mi conocimiento,
poseía mi total deferencia, mi total disposición para lo que fuese. Todo por
cómo me miraba.
Al fin nos conocimos. Qué inútil sería enumerar o describir (en este caso
vendría siendo lo mismo) cómo se llamaba, en qué trabajaba o dónde lo conocí;
mas si el lector requiere estos datos, os narraré que eran bastante normales,
o sea mi futuro mejor amigo no era ni un loco, ni un extranjero, ni un
narcotraficante. Simplemente una persona, pero una que tenía ojos de despierto
y pupilas de clavo.
Como ya adelanté, nos hicimos amigos. Pasábamos la mitad del tiempo en mi casa
(cuando mis padres no estaban) y la otra mitad en las calles. Nos agradaba
sentarnos bajo la casi nula protección de los árboles del parque mientras
llovía y las personas corrían a prisa en busca de un refugio y, mudos,
observábamos todo, de tanto en tanto nos reíamos, nos presionábamos las manos,
incluso goteábamos algunas lágrimas. Todo en silencio. A veces él me miraba,
tal como el primer día. Pese a todo lo que me enseñó, no pudo transmitirme el
desenfado social de éstas indisimuladas expresiones oculares.
Cierto día tuvimos la siguiente conversación:
Yo: ¿Tú no crees en Dios, verdad?
Él: ¿Y tú?
Yo: No, pero contesta de una vez, que me has revelado hasta tu cama, pero
jamás si Crees o no.
Él: No, no creo. Pero tú si deberías. Yo soy Dios para ti.
Yo: -Y lo pensé, eh- Si tú, a quien amo, amigo, eres Dios para mí, entonces yo
sería Dios para ti, porque me amas, dices y creo.
Él: No es lo mismo. Yo soy La persona. He hecho de tu vida algo distinto de
las demás, eso es la salvación en estos tiempos. Tú, en tanto, eres una
criatura casi sublime, porque casi me amas. En cambio, yo, yo, yo te he
salvado. Eso es amor de verdad. Amor de Dios, como lo llaman, amor de Dios,
como te lo he revelado con gestos el último tiempo, gestos que ahora no hago
nada más que poner en palabras...amor Mío.
Yo: No entiendo...
Él: Limítate a entender que Dios estaba a la vuelta de la esquina y que era
para ti. Te doy mi vida si quieres...o sea, ya lo hice. Lo hice cuando vine y
fui tu amigo...y te amé...y a vosotros les enseñan bien, les enseñan que el
amor es divino, pero no les enseñan que Dios es un hombre, un hombre que cada
uno tiene y va a encontrarse a la vuelta de su esquina.

LA RECUERDO A ELLA PORQUE NO SÉ SI ESTÁ
La recuerdo vibrante. Mirándome quieta, con esa atención suya tan infinita. Quieta, quietecita. No sé por qué la perdí. Mi psiquiatra y mi psicóloga aún no se ponen de acuerdo en la razón, pero ambos concuerdan en que no fue mi culpa, sin entender que yo necesito un culpable como para poder seguir funcionando, al menos para suicidarme tranquilamente, aunque no creo que lo haga: mi amigo Pedro dice que se suicida el que nunca lo ha dicho.
Yo la amaba…bueno ¿quién no?. Evidentemente el mío no es un juicio objetivo, pero ¿cuál lo es?. Ahora que me dejó no puedo más que recordarla y la recuerdo columpiándose. En el verano y tomando suficiente impulso en el columpio uno puede saltar desde él y caer en la parte más profunda de la piscina. Durante los últimos años en que habitó mi casa, le fascinaba hacerlo. Lo descubrió ella misma, nadie se lo sopló; se arriesgó una mísera vez y consiguió veranos entretenidos. Luego de ésa primera vez ensayaba formas de caída; desarrolló una agilidad impresionante a partir de su ingenio y de su osadía, primero levantaba una pierna, después las dos, primero una voltereta, llegó hasta tres…
Su cabello no era demasiado especial. Lacio y desteñidamente rubio. Corto, cortísimo. Se peleaba con su madre por eso, por obligarla a cortarse el pelo. Yo estaba de acuerdo con la hija, pero no podía entrometerme. A cambio, la llevaba al centro para que eligiera sus cintillos. Siempre pedía los rojos haciendo mención a mi pasado comunista que yo quería olvidar y que a ella la hacía emocionarse: yo le contaba mis aventuras y ella preguntaba. Era muy inteligente. Una vez fuimos al campo y había una camada de gatitos recién nacidos. A mí me dieron asco, sobre todo cuando me contaron que uno había nacido enfermo y que pronto moriría. Era un día frío y nos convidaron a la casa patronal a tomar té. Había leche, mermelada, queso, mantequilla y tortillas al rescoldo, pero ella no probó bocado siendo que no he conocido a nadie que coma tanto ¡y era tan flaca, una típica chica huesuda y desagraciada como les dicen!. Tuvo durante todo el té los labios apretados y yo no le di demasiada importancia, porque se amurraba frecuentemente, sobre todo cuando por un paseo mío debía salir de la casa y perderse alguna de las series de televisión que veía religiosamente cada tarde, sí, era una de ésas mujeres extrañas, pero aquella tarde no tendría por qué haber estado enojada o rara o lo que fuese pues yo la había llevado al campo y ella amaba la naturaleza en su totalidad, aún cuando montar a caballo le producía pánico, todo lo contrario de mí, que fui un campeón en las carreras durante mi juventud, pero una persona fastidiable cuando de animales y montañas, insípidas, se tratase. Escribía que estuvo rara en la mesa. La abracé. De repente sus huesos se escurrieron de mi chomba de lana y yo no me preocupé demasiado, porque estaba entretenido discutiendo cuál de todos los gobiernos concertacionistas ha sido el peor, y porque además había gente, y durante nuestra vida juntos la gente se dedicó a criticar sus caprichos y mi siguiente consentimiento. A la media hora entró la hija pequeña de Pedro, el dueño de casa y de campo, voceando nerviosa que el gatito enfermo se había perdido. Entonces salí tras ella, porque sospeché, así, así la amaba, que ella también estaría perdida. Y no me equivoqué. Los buscaron exhaustivamente toda la noche y aparecieron a la mañana siguiente, en un galpón, muertos de frío pero vivos de alegría. Era un galpón que quedaba cruzando la montaña, cerca de donde antes estuvo la casa patronal, la del abuelo de Pedro, la que se quemó. Aquél era un lugar escasamente abierto, per el candado estaba oxidado y por eso sus manitas lo pudieron abrir y entrar una vaca con su ternero. Así hizo beber al gatito y lo envolvió entre su chomba, una que yo le había traído de Holanda, acostándose ella entre la vaca y el ternero. Estaban dormidos cuando el capataz entró. Apenas la vi me miró atenta, como solía hacerlo, y dijo “lo salvé”. Esta vez la abracé y no se despegó de mí hasta que yo la aparté. Llegó a la casa y la coronaron heroína todos los pedritos, quienes dijeron que el gatito era de ella de ahora en más, entonces me miró suplicante y accedí, aunque estoy seguro que lo habría llevado de vuelta a la ciudad aún con mi más fuerte aversión. El resto del día estuvo conversadora y enseñó a saltar desde el roñoso columpio del campo a todos los niños que allí habían. Desde esa noche fuimos cuatro en la cama. Ella era mala en matemáticas, pésima. Me decía que eran dfíciles y, además, inútiles, pero cuando se trataba de calcular edades nadie la superaba, sé que en esto no hay método científico pero ella era tan intuitiva que superaba cualquier microscopio y predicción genética, así como cuando mi hermana estaba embarazada y ella le tocó el vientre diciendo: “la ecografía está equivocada, esto no es un niño, es una niñita y ahora me está conversando”, y tenía razón, pero para el nacimiento de la Magdalena ya estaba muy perdida como para avisárselo.
Ah, perdónenme por aturullarme tanto, pero creo que sólo así van a entender para que le expliquen a mis terapeutas.
Y, no sé. Es difícil de entender que un conductor ebrio arrolle a tu única hija cuando ella tiene sólo doce años.

UNO DE LOS RELATOS QUE NO SE OSA RELATAR
Paulina abrazó la taza del inodoro y vomitó. Alcanzó a percibir hilillos de sangre entre su vómito pero no le importó. Nada importaba ya. Tiró de la cadena y se recostó al lado de la taza, sobre las baldosas heladas. Presionó sus rodillas dobladas contra el vientre pero aquello provocó nuevas náuseas y ningún vómito esta vez, y era comprensible, porque ya lo había vomitado todo. Como hacía frío sin poder hacer nada para superarlo apegó sus brazos contra el pecho y cubrió con las manos la boca que no paraba de toser. Se sentía convulsionando. Nunca había estado tan mal, pues su padre, médico de profesión y adivino de filiación, le detectaba cualquier mal que la pudiese estar aquejando muy a tiempo. Pero esta vez su familia andaba de “vacaciones” y ella estaba sola en casa acompañada de su mal y de sus temores.
Paulina se despertó temprano ésa mañana de mayo. Era el diecisiete y estaba lloviendo en Temuco. Día sábado. Saltó de la cama y se dio una ducha concienzuda. Cepilló su pelo castaño y liso. Lo secó con el secador y se le calentaron las orejas, así que lo apagó y se hizo una cola de caballo que ató con un elástico azul encontrado en su velador, el que pertenecía a su pelo durante la última clase de baloncesto. Se puso los calzones y los sostenes blancos, calcetines azul claro de gruesa lana, bluyines arremangados porque cuando una mide un metro cincuenta y cinco los pantalones son una prenda larga, una camiseta pastel con cuello y una chomba chilota trenzada de igual color. Zapatillas y listo. No se preocupó de adornos o de maquillaje cualquiera. Bajó al primer piso, filtró bastante café pero cuando estuvo hecho sólo bebió una taza y se revolvió dos huevos que puso al fuego junto con una rebanada de pan francés. Cuando aún no masticaba nada sonó el teléfono, lo tuvo un par de minutos en la oreja sin pronunciar monosílabo. Lo colgó a prisa, apagó el gas, desconectó la alarma, fue a darle agua y comida a Braulio, la tortuga, pero de repente se acordó que se les había perdido la semana pasada. Caviló un instante, se dio media vuelta y cerró la puerta tras sí.
Paulina no era bonita ni fea, ni inteligente ni tonta, ni matea ni porra, ni cobarde ni valiente, ni admirada ni burlada. Era una chica común y corriente con un don extraordinario para escuchar a los demás cuando le contaban sus problemas y para que nadie la escuchara a ella cuando les hablaba, por su bajo tono de voz. Además, era una excelente dibujante y pintora. Le costaban la física y la historia, siempre les había gustado a los chicos del colegio. Paulina era una persona sencilla y común. No era una creadora, pero era una buena persona..
Paulina llegó a casa de José. Subió rauda las escaleras de entrada y tocó el timbre. Se había entretenido con una planta de la maceta cuando José abrió:
-¿De veras estás solo?
-Sí, entra.
Entraron. La casa de José quedaba a unas pocas cuadras de la de ella. Colindaban ambas con la Avenida Alemania, pero ninguna quedaba en ella. Ambas eran casas nuevas, pero José siempre decía que a él le hubiera gustado ocupar uno de los caserones antiguos de la Avenida que poco a poco iban botando (para dar paso al comercio). A José le parecía que aquel sector se asemejaba a Providencia, en Santiago. Él quería ir allá el próximo año a estudiar derecho en la Universidad de Chile y quería vivir en Providencia. Ninguno de los dos conocía muy bien Santiago, pero en todo este tópico Paulina estaba de acuerdo con José. José era un chico inteligente, estaba en el equipo de debate del colegio. Siempre argumentaba y a Paulina le parecía que ésa era la posición más difícil dentro de un equipo de debatientes porque había que pensar rápido. Un día le dijo: yo no sería capaz, y él contestó: lo sé, cariño, lo sé. A José le gustaba hablar como en las películas y las amigas de Paulina decían que era un cuático, y ella se reía y más lo admiraba. Paulina pensaba que José era el único honesto con ella porque los demás insistían en no reconocer que ella no era apta para lo académico, siendo que ella siempre lo supo. Ella quería pintar, retratar gente, como hacía con sus amigos en clase, también con sus profesores, pero el colegio la obligó a tomar ramos y sus padres la obligaron a ir al colegio y tuvo que meterse a biología. A final de año pensaba postular a kinesiología en la Universidad de la Frontera. Ya se había resignado.
Pasaron a la sala de estar. La madre de José la había decorado con ramos de flores naturales por allá y por acá, pero el padre le había desmembrado la decoración colgando unos sables saudíes y una foto de Osama Bin Laden, José hacía hecho lo suyo desparramando cojines y libros y cintas de audio y de video, por todos lados, que su nana le ordenaba pacientemente, la hermana pequeña se había limitado a pegar en la alfombra los cuentos que iba escribiendo. José estaba viendo unos videos con debates políticos que le había prestado un compañero anarquista de Concepción. Paulina no se imaginaba cómo podría lograrse un mundo anarquista pese a todas las veces que José se lo había explicado. Aún así la idea le parecía bonita. En el verano estuvo a punto de discutir con un militar amigo de sus abuelos. Pero no. Ella no era José ni los amigos de él. Ella no tocaba esos temas, menos con adultos. Ahora estaban en cuarto medio y el año pasado había llegado ella a ése colegio inglés tan no inglés y había conocido a José y lo había admirado desde el primer minuto. Él estaba en el curso paralelo, pero cuando lo vio en el podium le pareció dentro del corazón y de la cabeza inmediatamente. Había conseguido salir de clase para ver cada uno de sus debates y ya en el segundo, o sea el viernes, día siguiente al que sucedió, ella estaba en el casino por un chocolate y él se le acercó. El grupo de amigas que tan pronto la había integrado se fue a un lado inmediatamente entre risas y cuchicheos.
José: Hola, ¿quieres que te compre algo más? (Él medía como treinta centímetros más que ella mientras que ella además de baja era flaca e hilachenta; él era bastante corpulento. Lo decía por si Paulina no llegaba a imponerse sobre la ruma de niños que esperaban ser atendidos, él estaba seguro que sus brazos largos les ahorrarían valioso tiempo).
Paulina: No tengo más plata.
José: (Se rió) Entonces vamos.
Paulina: (Fue agarrada de un codo mientras la mayoría del casino, según ella, observaba. Ella no entendía por qué los muchachos como José la trataban a uno como si se conocieran desde hacía tiempo, tan familiarizadamente, siendo que uno nunca los había mirado lo suficientemente como para cruzarse la mirada) ¿Bien?
(una vez en el patio)
José: ¿Cómo te llamas?
Paulina: Paulina.
José: Ah, Paula pequeña. Dime entonces, ¿qué te pareció el debate de ayer? ¿estuvo bien que ganáramos?
Paulina: (nerviosa; José tenía muchos seguidores, él había heredado su temple de un muchacho que había salido de cuarto medio el año pasado, el que lo había adoctrinado, desde entonces todos los aspirantes a “actitud alternativa” querían juntarse con José, pero él se burlaba de varios, tal como los estudiantes como los amigos de Paulina, se reían de él y su intelecto de gran adolescente; resumiendo, Paulina no entendía qué era todo eso, empezando por el porqué desde el primer momento en que lo vio la atrapó como ningún hombre lo había conseguido, si ni siquiera Juan lo había conseguido, su compañero de juegos de la infancia y del baloncesto, con quien aún se veía y se besaba, a veces) Creo que sí, aún cuando eso no significa que los otros lo hallan hecho mal. Se sabían sus parlamentos mucho mejor que ustedes (era el de ellos un colegio pequeño, donde todo el mundo conocía las historias de todo el mundo y ella había oído que a José le cargaba no ser adulado, ¿habría oído él alguna vez algo de ella?).
José: Es verdad. Sonrío porque me parece que deberías seguir yéndonos a ver. No somos gente simpática, pero sí muy interesante…
En aquel momento había llegado Leyla. La Leyla era de abuelos o bisabuelos árabes, así como José. La Leyla estaba en el equipo de debate y era la mejor alumna del nivel, todos estaban seguros que entraría el próximo año a medicina, en la misma universidad que quería José, luego se titularía con honores y sería médico sin fronteras. La Leyla era evidentemente inteligente, en ése aspecto preponderaba y eso la hacía única, perfecta, y vivía hablando de política y de temas que los amigos de José no compartían con mujeres, sólo con ella. Las profesoras del colegio y el resto de almas atentas a los movimientos sentimentales de los alumnos lo único que esperaban era que José y la Leyla se pusieran a pololear. Paulina una vez había escuchado un trozo de su conversación mientras bajaban ellos dos por la escalera y la Leyla iba imitando acento argentino y José, acento mexicano, la discusión era acaso Kropotkin aún debía ser leído, si Fidel Castro aún debía ser escuchado y si la “hija de puta” de historia debía ser despedida; Paulina llegó esa tarde a buscar en la enciclopedia, pero se quedó dormida antes de concluir alguna determinación…sea como fuere, la niña pensaba que sí a todo, menos a echar a la de historia, y el niño todo lo contrario, porque o si no, claro, y fue lo único que la Paulina alcanzó a concluir antes de caer rendida ante la agitación de una caminata bajo el frío de ése otro diecisiete de mayo, hace exactamente un año, no sería discusión. La Leyla era mucho menos atractiva para los hombres del colegio que Paulina, pero Paulina hubiese dado cualquier cosa en ése momento por tener Las caderas grandes y el pelo ensortijado y, sobre todo, el discurso de Leyla. Ella sintió que José la prefería mil veces antes que a ella, claro, pensó Paulina, es su compañera del debate. Lo pensó en ése ése momento, mientras sonaba el timbre para entrar a clase y José con la Leyla se disputaban un trozo de chocolate mientras se hacían cosquillas y se reían dichosos camino a la sala sin haberla mirado a ella para despedirse. En ése ése ése momento Paulina no pensó nada porque ella no era de andar con rodeos, sino que se sentó en el pasto y esperó a que sus amigas llegasen a preguntarle qué onda. Ella todavía tenía un chocolate entero para comer sola.
Ahora estaban en la sala de estar de él, de José. En el segundo piso. El hombre que supuestamente mandó a destruir las torres, el pentágono y algo más con un avión que cayó como en el campo los miraba pacientemente. A Paulina Osama Bin Laden le pareció hermoso en ése momento. Era un momento. José estaba en pijamas y se le acercó. Ella levantó los brazos y él le sacó la chomba. Intentó ponerse él la chomba de Paulina y le quedó a la mitad. Levantó la vista y con su mano derecha tomó el mentón de ella, lo levantó a hacía sí y le observó el rostro tan atento que a ella le pareció que el momento ya no le pertenecía. José repentinamente se acordó de una canción nueva de Café Tacuba que se llama Eres, justo de la parte en que dice “…eres…mi salvación, mi esperanza y mi fe”, entonces soltó la cara de Paulina, miró el vació y se sentó en el sillón de lado con una pierna sobre el brazo del sillón. El sillón le daba la espalda a Paulina, pero no tanto como para que José no viera que ella se apoyaba en sus brazos para sentarse en la alta mesa de estudio y para que también Paulina viera cómo José se quitaba bruscamente su chomba y la arrojaba a un lado. Entonces apretó el play y empezó a explicarle las imágenes. Para Paulina eran sólo eso: imágenes. Para José eran más, porque había leído en el libro de filosofía que las imágenes eran también ideas. E increíblemente eran sólo ideas de imagen sin todo ése profundo contenido que le discurseaba a Paulina, su amiga desde hace un año, porque no estaba realmente atento y Paulina no lo notaba y él realmente tampoco, o por lo menos no lo hubiese reconocido nunca. Es que de veras estaba nervioso por lo que había pasado la noche antes. Transcurrieron los videos. A las dos horas, José no había cesado en sus explicaciones. Esta vez puso stop. Se acercó a Paulina y esta vez no le tomó el mentón, sino que la miró y preguntó “¿y?”, había puesto ése acento de flaite que él hacía natural, no como el resto de los chicos del colegio (bueno, menos los amigos de José, Leyla incluida) que lo ponían y sobreactuaban por tontear, ya que querían hacerse los niños ricos, o los niños “normales”; José y los jóvenes como él que pretendían no tener un peso en la cuenta bancaria, eran, curiosamente, los con padres mejor remunerados y con menos chilenos apellidos. José se fue a su cuello. Inhaló y exhaló, allí, en el cuello de Paulina. Después tomó distancia:
-Voy a ducharme, ¿vienes?
-(tenían diecisiete años, bueno, mañana, el dieciocho de mayo, ella cumplía los dieciocho, y estaban sanos y él era el primer hombre que ella amaba y cualquier mujer con su intuición propia del género se daría cuenta que él estaba loco por ella –incluida Paulina-; incluso él la miraba con el cuello gacho, una cerca arqueada y ésa mueca en la boca que a ella la desesperaba de de…no sabía de qué, incluso le estaba facilitando el lado más rizado de su cabeza, el mismo donde estaba su argollita de plata en el lóbulo de ésa oreja morena)Creo que ya me he re fregado suficiente por hoy, ¿no?
Lo dejó boquiabierto. Ella se sorprendió de sí misma. Bajó rápidamente, cogió su chomba, se zambulló en ella y salió velozmente a la calle. Sin Osama en turbante se respiraba mejor. Pero ya no llovía y estaba helado, demasiado, pensó Paulina. Barajó entonces la posibilidad de quedarse a los pies de la acera hasta que se le pasara la confusión a José y a ella y él la viera y la bajara a recoger. No sabía si el que sus padres y los de José estuvieran de fin de semana largo era mera coincidencia o un trueque del destino entre la confusión a cambio del sentimiento puro y verdadero. Pero el problema era que no sabía quién jugaba con el destino y, lo peor, es que no sabía si con sus padres, su hermano menor y su abuela en la ciudad las cosas serían más fáciles o más difíciles, tampoco sabía si lograrían llegar mañana con todo ése frío y si la profesora de matemáticas se había jugado algún naipe con el destino para fijar prueba el lunes y no dejarlos a José y a ella salir de sus casas ése fin de semana, dejándolos solos. Solos y con problemas. Ahora quedaba un solo lugar donde ir. No era el más reanimante, claro, pero José era frío y todo era transparente en ése ése ése ése momento, menos mal se había alejado de José. “Es un maricón”, pensó. Entretanto se levantaba de la acera y enfilaba rumbo hacia el hospital agradeciendo en su cabecita frágil que fuera allí donde tenía que ir y no al cementerio.
La noche del viernes dieciséis de mayo Leyla Atal lucía divina. Ella se jactaba de no preocuparse del físico, pero nadie podía negar que llevaba varias semanas a dieta para poder verse así. Tenía encima un vestido negro de algodón, algo abierto en la espalda y tacones altos. En las orejas y el cuello, adornos mapuches. Sus padres y su familia, estaban todos allí, porque aquella noche y en el gimnasio del colegio la coronaban reina del aniversario número cien junto a José, el rey. Toda la noche José pareció molesto y aburrido, andaba como en otro mundo. Leyla lo conocía demasiado como para preocuparse por ello: ella tenía días en los que andaba igual. Cosas de genio, pensaba. José no consumía alcohol, pero Leyla notó en su aliento pisco y supuso que había sido con el Claudio, en su casa, antes de llegar al colegio. Se calló, por supuesto. Pero durante el baile inagural no pudo mantenerse así, porque su pareja la echó a un lado y dio unos pasos hasta Paulina, que estaba riéndose (tal vez de ella misma) con sus amigos, en el quiosco. Empezó a zarandearla, después se calmó y le preguntó si quería bailar. Paulina fue conducida hasta la pista observando incrédula cómo todos volvían a sus posiciones y cómo Leyla se retiraba dignamente de la mano del Claudio con algunas lágrimas mutuas . Menos mal que ya se fue el padre de Leyla, comentaron todos, “o si no…”se reían los muchachos. De repente Paulina se apartó:
-Esto no está bien.
-Cállate y baila.
Ahora sí que los ojos los tenían caleidoscopizados. En eso llegó Leyla. Venía corriendo y traía en la mano uno de sus zapatos. Encendieron las luces y pararon la música. Los bromistas hacían lo suyo, el resto, les hacía sshu, sshu. Claudio venía detrás. Lo que Leyla dijo a continuación a Paulina le pareció como en una película española en la que Penélope Cruz pronunciaba las palabras cortadas a causa de su pena. Eso que Leyla estaba hablando ahora como una natural chilena:
-¿Qué te pasa? ¡Por la mierda, nos hemos amado siempre, no nos hagas esto! Vamos a tu casa, convérsame.
-¿Leyla, no te aburres de toda esta porquería?
-¿Qué, la fiesta, sí, una casquivana, qué, nuestras vidas, estoy de acuerdo, pero somos la misma mierda tú y yo, mi amor, estamos hechos de materia especial, de la misma que nuestros muchachos heredaron un poco, recuerdas?
-Leyla, basta. Basta. No doy más. Soy una persona común y corriente. Eres demasiado para mí. Me enamoré de la Paulina y la quiero a ella y lo que representa, es cierto, sé lo que piensas, pero me siento inferior a ti cuando estoy contigo.
En aquel momento, el Claudio estalló una botella de pisco en el suelo. Su polera del comandante Che Guevara quedó salpicada con algunas gotas. Todos quienes contaban con algún vidrio que no valiese demasiado lo hicieron estallar después de él. Leyla emanaba rabia. Sus grandes pechos morenos subían y bajaban salpicados de algunas lágrimas. En ése momento se abalanzó contra José empuñando el taco y éste permaneció manso, así que el Claudio corrió y la tiró al piso. Sonó como se golpeaba su cabeza y se empezó a formar una poza de sangre. José corrió hasta ella y comprobó aliviado que venía de un brazo de Leyla por caer sobre un vidrio y no de su cabeza por caer sobre el cemento pintado de verde. Inmediatamente telefoneó una ambulancia y él y Claudio estuvieron con Leyla todo el camino a la clínica y se quedaron con ella hasta después que hubo llegado la familia de Leyla dando gritos desconsolados e incluso después de que el médico les comunicara lo bien que ella estaba. Para ese entonces ya estaba todo el grupo de los anarquistas en el hospital, abrazándose y llorando. José no hizo nada cuando Claudio fue voluntariamente a hablar con la policía. O sea, sí hizo. Caminó desde la Clínica Alemana hasta su casa, porque quedan cerca, y una vez allá marcó el numero de Paulina desde su teléfono. A esas alturas una compañera del colegio había conducido por ella para dejarla en su casa, y en su cama. A esas alturas, la habían movido del atontamiento, crónico aparentemente, en que quedó cuando comprobó parada en el gimnasio que era una estúpida. Pero ahora estaba en su casa caliente y José le habló toda la historia y le suplicó que fuera mañana a su lugar. Él iba a llamarla para convenir la hola. “Tranquila”, le dijo antes de finalizar, “porque yo lo estoy”.
Y vaya que lo estaba, pensó Paulina. Dio con el piso de Leyla en la clínica. Fue fácil. Preguntó por ella a la enfermera de turno, le contestó lo que José ya le había confirmado. Tuvo suerte, sonrió la enfermera. Paulina negó que la quisiera ver, pero preguntó por el Claudio, y la enfermera contestó que ya lo tendrían que haber soltado. Paulina salió de la clínica teniendo ganas de vomitar, “psicológicas”, creyó. La noche antes casi moría una compañera de colegio, una especialmente odiada en manos de alguien tan querido. O no, tan temido. Ya se iba a armar un gran revuelo. ¿Por qué?. Todos los días se producían incidentes graves, con heridos pero sin sangre, y nadie comentaba nada. Nadie se daba cuenta…Paulina vagó por todo Temuco. Ya era plena noche cuando entró a una cabina telefónica y se comunicó con José:
-Eres un hijo de puta.
-Lo tengo clarísimo.
-No quiero verte más.
-Yo sí quiero verte, y de inmediato. No te escuchas bien, si quieres, voy a buscarte, ¿dónde estás?
-Soy la única que ha amado en esta historia…
-Basura. Ya vas a darte cuenta.
-¿Qué si no quiero?
-Entonces no vas a pudrirte como la Leyla, el Claudio, los demás y, sobre todo, como yo mismo.
-Ah. Lucky me. (Llora).
-Realmente te amo.
-Anda a acompañarla…
-No entiendes nada definitivamente.
-Por eso ve y acompáñala. Ella es la que sí entiende, acuérdate que los dos están hechos de la misma mierda.
En ése momento, en la sílaba mier, se cortó la comunicación. Pero seguro José entendió todo. Él era muy inteligente. Paulina entonces tenía tanto frío que se despojó de la totalidad de sus ropas a ver si algo cambiaba, para bien o para mal. Consiguió llegar al hogar familiar que estaba vacío y con comida servida para una tortuga inexistente. Alcanzó el inodoro y empezó a vomitar, se acordó de que hacía más de veinticuatro horas en que no probaba bocado y siguió vomitando diestramente. Paulina abrazó la taza del inodoro y vomitó. Alcanzó a percibir hilillos de sangre entre su vómito pero no le importó. Nada importaba ya. Tiró de la cadena y se recostó al lado de la taza, sobre las baldosas heladas. Presionó sus rodillas dobladas contra el vientre pero aquello provocó nuevas náuseas y ningún vómito esta vez, y era comprensible, porque ya lo había vomitado todo. Como hacía frío sin poder hacer nada para superarlo apegó sus brazos contra el pecho y cubrió con las manos la boca que no paraba de toser. Se sentía convulsionando. Nunca había estado tan mal, pues su padre, médico de profesión y adivino de filiación, le detectaba cualquier mal que la pudiese estar aquejando muy a tiempo. Pero esta vez su familia andaba de “vacaciones” y ella estaba sola en casa acompañada de su mal y de sus temores. Un poco de dormitar, otro poco de gatear hasta el velador de padre e inyectarse “algo” para sentirse mejor, de ésas inyecciones que se ponía papá, “papá”, susurró. El padre de Paulina estaba en una fase terminal del cáncer y ahora lo había llevado su mujer a las termas a ver si le aportaban fuerzas. Paulina no lo quería aceptar. Ahora sí podía hacerlo. Se metió dentro de la cama y en su cabeza las imágenes, las luces, los sonidos, todo, todo, bullía por salir a la luz eléctrica del dormitorio matrimonial. Golpeaba fuerte contra todos los recuerdos ésta, una canción, una conocida que les gustaba a todos los que ella conocía. A todos…
Look at the stars,
Look how they shine for you,
And everything you do,
Yeah, they were all yellow.
I came along,
I wrote a song for you,
And all the things you do,
And it was called "Yellow."
So then I took my turn,
Oh what a thing to have done,
And it was all "Yellow."
Your skin
Oh yeah, your skin and bones,
Turn into something beautiful,
You know, you know I love you so,
You know I love you so...


Inconcluso: Era para enviarlo a un concurso literario de The Clinic el 2004
Cuando avanzas quietecito por entre los arbustos la vida se asemeja a una real aventura. Es así como cuando escalas una montaña y alcanzas la cima, sintiendo que con cualquiera de ambas manos podrías agarrar el sol y disponer de él. En momentos como ése es que no sabes qué vendrá a continuación y en vez de ponerte nervioso o de cranear hipótesis, te dedicas a pensar en lo maravilloso que es el efecto del deporte sumado a del aire libre, crees que la vida es mala pero que aún así vale la pena por lo absurdo de sus recovecos, y sientes que al salir de entre los matorrales o que al bajar la montaña trabajarás a favor de un mundo mejor, aunque éste sea sólo para ti mismo. Posterior a ése momento, vuelves a lo de siempre: los cigarros, la comida, dejar que la tipa te basuree, aceptar tus malas notas. Sin embargo en tu conciencia está claro que cada vez que entres a una aventura natural vas a volver a desear lo mismo. Y le viene bien a uno. Por eso continúas. Los seres humanos continuamos creyendo. Hay personas que entregan su vida, ya sea una vida de ser humano normal (profesión, trabajo, matrimonio, hijos) o la de una persona que caminaba perdida por entre todos (sin decidirse por alguna opción, por alguna ideología o secta, siempre mirando la fotografía de los demás) a cambio de un ideal, de un sueño. Ésa es la gente que yo admiro. Nunca sale del matorral ni baja de la montaña. Así como el Che. Así como yo… ésta es mi historia, aunque me carguen los términos que debo usar:
Nací la madrugada de un dieciocho de septiembre de 19... Nací justo diez años después de que el Presidente del pueblo se viera obligado a suicidarse. Nací justo veinte años antes del día de hoy. De mi infancia no recuerdo mucho. Estoy convencido de que la lluvia y el fuerte viento que sopla en Temuco ayudaron a blanquear mi memoria, aunque cuando se lo comenté a una de mis pololas lloró de la risa imitando el viento gracias a lo infladas que podían ser sus gordas mejillas. Sus carcajadas me perturbaron. Además de eso no era mala persona, siempre me esperaba con comida caliente, pero perturbó mi ego, así que la dejé. Lo que sí tengo claro es que éramos muy ricos durante mi infancia. Vivíamos con mi madre en casa de su padre y por ello nunca nos faltó económicamente nada. Mi abuelo era un agricultor, en la novena región hay muchos. Yo nunca conocí a mi padre puesto que fui concebido a los quince años de cada cual. Cuando tuve edad suficiente para ir al colegio, me quisieron inscribir en uno muy famoso, de curas, pero no me aceptaron, a la Iglesia Católica no le agradan las madres solteras. Al llegar a la casa esa noche oí a mi abuelo gritarle a mi mamá, ella sólo lloraba sentada en el taburete junto al piano, intentaba ocultarse la cara con las manos, pero no lo conseguía ya que si se decidía por eso no agarraba firme el collar de perlas que le ceñía el cuello de sus veinte años. Aquella noche escuché la palabra puta y bastardo por primera vez y aunque no supiera de antes lo que significaba cada cual, adopté inmediatamente que aquello es lo peor que uno puede ser socialmente. Puta bastardo. Puta. Bastardo.

Placer. Era una mañana fría y ella andaba desnuda por las calles de Santiago y sin embargo aquello le produjo placer. No era la única, claro, pero el pasearse con la naturalidad de su cuerpo por la capital, totalmente sola, la hubiese contentado más todavía. Bueno, al menos con esos cientos de gente no temía que la violentaran o que la fotografiaran para algún periódico sensacionalista. La prensa no estuvo fuera de aquel evento, pero al menos entre tantos a una no la tildan de loca, sino que partícipe del acontecer nacional.
Ella no iba con ganas de un hombre cuando salió de su casa, pero lo encontró. Medía dos veces ella pero los ojos los había mantenido abiertos por cinco años menos, aproximadamente. Le tocó tenderse junto a él. Podía sentirlo, y sin que ella lo supiera todavía, él también podía sentirla.
Cuando el fotógrafo lo permitió, se vistieron. Ella no había llevado ropa interior como para completar su rebeldía. Él se acercó y la invitó al cine, cuando ella contestó que era suficiente cine por una sola mañana, él arguyó que quería ir a algún lado donde estuviera obligado a dejar de mirarla, ya que allí en la calle y de mañana, rodeados de gente diversamente desnuda, no podía dejar de hacerlo. A ella siempre le gustaron los hombres originales así que se rió como modo de asentir.
Fueron al Alameda y vieron una francesa. A él le gustó, pero ella no la entendió. Cuando prendieron la luz ella dijo “¿y?”, “no pude”, contestó él, “no pude dejar de mirarte”.
Se despidieron de la mano, así como los hombres.

-Mi vida, dime que no tengo celulitis.
-No tienes, Marcela.
-¿Ni siquiera en las pompis?
-…Tu culo está perfectamente.
-Es que yo voy al gimnasio a diario y tú ni me miras…
-Marcela estoy tratando de leer, haz lo mismo, anda a ver a tus amigas, duerme un rato o anda a desaparecerte la celulitis. Yo quiero estar en paz.
-No me hables así…
-Ay, no llores, ya.
-Es que estoy muy sola. Yo no soy inteligente, no entendería esa revista tuya, pero te quiero mucho. Eres el hombre más interesante que existe.
-Marcela.
-Está bien, me voy.
Al pararse pisó mal y el taco derecho quedó horizontal al suelo. Hasta para las sandalias elegía taco aguja, le criticaba él. Pero ella había sido modelo y no iba a tirar todo sólo porque ahora tuviese que acompañarlo a donde él quisiese. Viviendo en cada sitio…aún así, ella no iba a abandonar su porte de maniquí. Le había sido imperiosamente difícil lograrlo.

Llamó tres veces a la puerta sin recibir respuesta. Hacía uno de esos fríos que a uno le provocan pensamientos suicidas y el hielo aún no se derretía de la reja pese a ser casi mediodía. Aquello era extraño en los junios de Temuco. Finalmente llamó por vez número cuatro, sin respuesta también, y estaba emprendiendo la retirada cuando la puerta se entreabrió y una vocecita de niña le preguntó quién era. Después de identificarse y decirle a quien buscaba, la niña abrió la puerta y sin invitarlo a entrar desapareció corriendo por la esquina de un lúgubre pasillo. Él se quedó afuera con las manos metidas en los bolsillos, esperando. Así como siempre.
Oyó unos gritos desde dentro pero nadie salió. Emprendió la retirada por segunda vez en el día pero pese a que lo imaginó, nadie lo retuvo. Ay, Araceli.
Se acordó de cuando era joven y sano. Se acordó que siempre ganaba las carreras porque tenía las piernas más largas que cualquiera de sus amigos y aquello se había puesto de su lado años más tarde, en todas las protestas. Pero ahora estaba viejo y hubiese deseado morir heroica y anónimamente él a haber perdido a todos los que amaba ante sus ojos. O bueno, casi.
Recordó las tardes tibias de su infancia en el fundo: las frambuesas con crema, los primeros cigarrillos, la polvorienta biblioteca, las patas de la alazana, el cabello rubio cano de Úrsula, el olor a pasto que en la ciudad es imposible de encontrar. Cuánto le gustaría retroceder el tiempo, vivirlo todo de nuevo aunque ello significara perderlo todo de nuevo, porque al menos obtendría minutos de placer que aprovecharía al máximo y luego los minutos de tristeza serían tan fuertes una segunda vez que lo matarían, y aunque los sobreviviera, por lo menos estaría siendo parte de algo y no un pobre viejo abandonado. Don Luis no corrió la misma suerte que él. No sabía si el que te bajaran de un bus y te traspasaran el cráneo con tres balas era mejor que esperar todavía durante la vejez, pero lo cierto es que don Luis al menos ahora estaba en el Cielo jactándose de algo. Hace un tiempo había escuchado a una pariente decir que gracias a ése hombre él lo había perdido todo, pero sin ése hombre el no habría traspasado nunca la raya de ser un peón de fundo bastardo hijo de una empleada con fama de puta y sin ideas propias. Tal vez a estas alturas de su vida estaría con animales y familiares, pero aquello de joven le parecía intolerable. Bueno, se dijo mientras bajaba por la calle principal, cada uno cosecha lo que siembra.
Cuando llegó a la casa todo estaba igual a como lo había dejado horas antes. El televisor en el mismo sitio y con el mismo polvo, el lecho con las frazadas rotosas asomándose bajo el encaje del cubrecama. Anoche había visto una anciana, tenía una perla en cada oreja. Qué dignas eran las perlas comparadas con el lavaplato lleno que convivía con él.
Araceli, qué lejana tu voz.

Se sentó. No estaba bien. Desde hace un par de noches la torturaba el insomnio y en el día, desde aquella maldita caída por las escaleras de la tienda, la mataban las caderas cada vez que se agachaba. Hasta había tenido que recurrir a la ayuda de la Marcela cuando hacía el aseo. Qué cosa. Ella, pidiendo ayuda. Desde niña la habían admirado por lo autosuficiente. También por sus caderas. Pero ése fue Juan y ya no era una niña: gracias a él dejó de serlo.
Tomó una caluga y la ungió en chocolate. Iba a alcanzar a tener los dulces listos para cuando llegaran los niños. Siempre fue creativa, inventaba ella cada plato que se consumía en esa casa. Su casa. Tenía ahora setenta años y tal vez se estaba muriendo, pensaba. Pero morir no era tan malo aunque se le temiera. Lo malo de morir, eso sí, era aceptar, al fin, que uno no hizo todo lo que había planeado. Ella debió aceptarlo hace mucho tiempo, pero no podía resignarse. A los quince años era la mejor alumna de su clase y quería convertirse en cirujana al ser mayor. Pero su padre la sacó del liceo para que trabajara en la tienda ocupando el puesto de la hermana mayor que se había ido al norte para casarse. Al año después murió el padre y el negocio hubiese quebrado si no hubiera ella enfrentado a los acreedores y trabajado día y noche en la confección de los pedidos para que no perdieran la casa. Por eso era su casa. Recordó también como hizo de madre para sus hermanos pequeños cuando la suya cayó en un irreparable estado de demencia. No respiró. Tres largos años de hacerse cargo de todo, de que la usaran para luego irse. Pero salió adelante. Educó a todos los menores de la familia y puso los negocios en buena marcha. Entonces conoció a Juan. No sabía si era apuesto, pero sabía recitar poesía y tocar la guitarra. A ella le gustó porque fue una válvula de escape para su cuerpo adolescente con obligaciones de adulta. Se encontraban en el patio de atrás al principio. Después en cada banco de la plaza. Hasta que ella quedó embarazada y su madre pareció recobrar momentáneamente la lucidez para obligarla a casarse: ¡si Juan los conquistaba a todos con su tonito halagador!, incluso a esa mujer rígida y aburrida, comúnmente loca y momentáneamente cuerda que era su madre. Se casaron luego de las sentencias de un cura viejo que hizo una ceremonia con misa, hostia y toda esa parafernalia tan provinciana, pensaba ella. Pero lo aguantó, amaba a Juan. Al cabo de esa noche de vestido rosa para ella, porque una no virgen engañaba a dios si se casaba de blanco, Juan cumplió con sus obligaciones de hombre de familia tan bien como puede cumplir un poeta vividor y bohemio en una tienda de géneros y confecciones varias. Lo echó todo a perder. Quedaron en la ruina. Juan se fue, como también el niño que estaban esperando. Nadie dijo nada. Por lo menos no delante de ella.
Entonces comienza dormirse. Le duele la cabeza, está mareada. Las reminiscencias la persiguen y la confunden. Van en su acecho sin detenerse un momento como para que ella pueda tomar aire fresco. De tanto que había tragado la versión común de los hechos, de su vida, se la había creído también.

Mi último año de colegio lo viví bajo la presión de tener que sacar mínimo setecientos puntos en la prueba de aptitud académica, o de actitud académica, nombre que a mi juicio es mucho más pertinente. Mis compañeros y yo realmente estudiamos, ya que nadie, menos los que habíamos sido buenos alumnos toda la vida, se quería exponer a la humillación de no tener suficiente puntaje para una universidad tradicional. Yo en particular sentía que le debía algo a mi madre, que le tenía que demostrar algo a mi abuelo y que fuera donde estuviera mi padre, necesitaba él saber que, aún en su indiferencia, su hijo había sido bien criado en el Colegio Francés y que era muy inteligente. Rendí la famosa pruebita y sí, superé mis propias expectativas. Redondos y magníficos setecientos setenta puntos, me iría, ahora sí, al fin, de nuestra casa a vivir a Santiago al departamento de mis primos y cuando empezara a trabajar compraría uno propio para mí y mi madre, quien según mi abuelita aún a los treinta y tres años ni había completado sus estudios ni se había casado por haberme dedicado demasiada atención a mí. Pobre mamá y sus manos blandas. Tenía que retribuírselo.
Santiago era como vivir en Temuco pero pisando permanentemente el acelerador. Todos los viernes iba a los cines del centro, me dejé el pelo largo y cuando se acabó el primer año de derecho en la Chile me aterró el que al siguiente no volviera a irme bien, ya que se acababan los ramos lindos y empezaban los más teóricos, así que supliqué a mi madre para que suplicara a mi abuelo para que me dejara cambiarme a Filosofía. El viejo terminó accediendo de mala gana y con muchas condiciones…, mal que mal estaba en su derecho.
Cuando remeció al país la posible foto de Tunick no dudé en ir con unos amigos de la universidad que terminaron no llegando. Así que solo y desnudo fui a gozar de la excitación carnívora que me presentaban los compatriotas, por primera vez en la vida no sentí vergüenza de mis costillas tan malditamente visibles y tampoco sentí ganas de perder la virginidad (estando entre tantas chiquillas hermosamente sin ropa). Es sólo que ella, la que me apoyó los rizos castaños en la fría pierna derecha casi al final del evento, me remeció al punto de hablarle. Como que la encontré parecida a mi vieja, como que me señaló el camino para hallar la felicidad. Gracias a ella es que ahora escribo esta biografía tan autocomplaciente, pero biografía al fin, la que me demuestra con cada letra cuántos segundos de mi vida perdí haciendo cosas que no eran escribir, incluso pienso que crearé guiones cinematográficos. Igual, pobre de mi abuelo, si no era tan malo para desprestigiarlo, como dirá, tanto (puta bastardo: ustedes no me dejan).

-No sé cómo te atreves a ser tan putamente indiferente conmigo, huevón.
-Marcela: te escucho todo el tiempo, te soporto aún con mis amigos presentes, te traigo conmigo a los hoteles más lujosos de este país, vas a comer a todas las galas donde voy yo, cuando estoy contigo no miro otras mujeres, si quieres algo más, sólo dilo, o insinúalo por último, que con todo lo que te he dado nada que quieras pude costar conseguirlo.
-Quiero tu amor.
-El amor, Marcelita linda hermosita, es un conjunto de hormonas que le comunican al cerebro para que active los sistemas cardíacos cada vez que estás con una persona en la cual habías pensado mucho. Sólo eso, nada de alma y corazón.
-Pasando por alto que eso que dijiste está malo, y yo lo sé porque en el colegio biología era mi ramo favorito, quiero algún sentimiento tuyo, no tus billetes. Tu valoración que sea.
-No, Marcela. Aquello no lo puedo pagar.
-Yo tuve una vez un amor. Un pololo. A él lo emocionaba. Yo nunca he sido muy inteligente, pero, como todas, en mi juventud tuve esa cosa de especial…creo que porque me la otorgaba su presencia…conocerlo fue divino, estuve divina con él…y tú lo conoces, es sólo que no sabes quién es, te morirías si lo supieras. Tus billetes me ahuecan.
-¿Y por qué tú y esa maravilla se dejaron?
-Porque me enamoré de ti, así de simple. Y de tus billetes.

Te acuerdas de cuando joven o, que sea, del día de ayer. Vives de las migajas que te tira el conductor de televisión y de los susurros de los enamorados. Ayer cuando caminabas por el centro, escuchaste un beso a tus espaldas. Andaban con uniforme de colegio, se sintieron observados por un viejo triste y se molestaron. O al menos de eso pusieron cara. Tú a su edad estabas enamorado, de cuatro mujeres, de una sociedad mejor, del tocadiscos. Tú a su edad ni soñabas con este futuro y ya ni crees que haya valido la pena porque tú estás retirado y los otros también, pero con ilusiones, y eso los motiva a opinar, a marchar: buscan alguna voz que desde el cemento donde posan los pies saltarines durante las protestas les sople cómo hallar el modo de retornar. Pero volver a creer es imposible aunque no se reconozca. Es sólo que no hay nada más duro en este mundo que la verdad y por eso no existe. No, la verdad no existe. Las ilusiones sí y si tú no sueñas el lecho de ellas, el irreal y el fracasado acabas siendo tú. Otro día más. Más de lo mismo.

Cuando sientes dolor te haces más perceptivo, y aunque el dolor sea pasajero (la uña chica del pie, que aporreaste contra la pata de la cama de madera, accidentalmente, por ejemplo), aquella punzada inmensa te recorrió sensorialmente cada palmo de fibra, …por eso no puedes deshacerte de ella con nada ni nadie. Y mientras más veces te pegues, menos se quita la angustia de saber que siempre vas a estar adolorido, que siempre vas a sentir, y que ahora lo sientes todo…mucho más intensamente que la gente que te rodea. Entonces comienzas a no comprender el mundo, a desinteresarte inconscientemente, caes en la abstracción y entonces pasas por persona distraída, siendo que tú…que tú…estás demasiado ahí. Tanto que en realidad te alígeras.



LA ILUSIÓN DE VIVIR
No sé por qué, pero, francamente, las personas me desagradan. Todas con la sola excepción de mi secretaria, a quien he tenido que acostumbrarme, y de mi abuela materna, quien me crió y ahora está muerta.
Las personas me parecen sucias y huecas, algunas son demasiado expresivas y otras son demasiado inexpresivas. Creo que aquellas que no me desagradan tanto son ésas que intentan comprender al género humano con piedad y simplemente concluyen que los equilibrios no existen y que es inútil ésa gente imbécil que pasa sus vidas buscando los intermedios. Yo, en cambio, decidí ser honesta, por tanto impía, por tanto descariñada y desapegada. Vivo para mi lujo y para el de nadie más. El dinero no es algo que me sobre, por lo que aún ahorro para pagarme un auto y tomar un curso donde pueda aprender a manejarlo, pero mientras tanto tengo mi casa y, lo mejor, un dichoso aparatito tecnológico donde puedo ir oyendo música a cambio de sentir los estremecidos bocinazos y las ofertas engañosas de los vendedores callejeros, tanto amo a mi “discman” que lo llevo puesto aún cuando estoy sola, por el hecho de que se me olvida sacármelo.
Debo confesar que algo extraño me está aconteciendo en la vida, porque ayer en la tarde, cuando volvía del supermercado, noté que no caminaba mirando el suelo, como de costumbre, que tenía los audífonos en el cuello y el ceño estirado. Me asusté, pero me sentí feliz.
Tiene que ser por culpa de ellos, pienso, porque son más raros todavía que yo, pero infinitamente más felices que cualquier persona que conozca y tienen, además, menos dinero que cualquier persona que conozca.
Los conocí la otra tarde. Iba en la micro de vuelta de trabajar y accidentalmente miré por la ventana. Allí estaban, en una plazoleta cercana a un puente de un barrio ni muy alto ni muy bajo, charlando, una chica y un chico, sin que ninguno de los escasos transeúntes les prestara atención y sin que ellos le prestaran atención a alguien más que a ellos mismos. Me recorrió un estremecimiento de arriba abajo. Éstos eran seres casi supernaturales y nadie los miraba: la raza humana, la raza desmotivada, pensé. Entonces hice algo que desde niña no hacía, la micro justo se había detenido y yo, apenas agarré mis cosas y salté por la puerta. Me estaba retrasando inútilmente, lo sabía, pero el deseo de observar al par de mendigos fue más grande que cualquier sensación que hubiera tenido en la vida. Así que me acerqué y deposité mi cuerpo rígido en el banco de la plazoleta del frente, a pocos metros del par de desconocidos. Encendí un cigarrillo y me dispuse a describirlos: la chica era pequeña y delgada, su pelo y ella misma estaban completamente empolvados, pero ella parecía no notarlo, al contrario, tenía el cuello estirado como un cisne y estaba sentada en una posición que me recordó a las porcelanas francesas pre revolucionarias, sí, con su vestido rojo y roto, los zapatos ajados y la boca y comisuras con pintura en color fuerte y tieso desparramados encima como si la humanidad aún no hubiese descubierto los espejos; el muchacho, en tanto, iba igual de mal vestido, tenía el pelo notoriamente graso, pero un aire de distinción en la expresión del semblante denotaba que había conocido ambientes mucho más lujosos que ése donde charlaba ahora. Pasados unos instantes presté oído a la conversación mágica por así decirlo que se prestaba ante mis narices:
-Te lo digo, te lo he dicho siempre y voy a repetírtelo otras mil veces hasta que entiendas, querido hermano: ¡Catalina Undurraga nunca podrá ser una buena esposa para ti!
-¿Ah, sí? ¿y quién sí podrá? ¿tu amiga Mary, ésa norteamericana que viene viajando en un barco para conocerme?
-Sí, por ejemplo. Su familia por la línea paterna desciende directamente de los Windsor. Mary es algo así como una prima en grado quince del recién nacido príncipe Edward. Yo sé que los Undurraga son una familia antigua y que su hija es bastante bien educada, pero carece absolutamente de la sangre y de los ojos azules de Mary.
-No tienes remedio, querida Isidora…A propósito, pedí caviar francés para esta noche.
-Sabes que me encanta, lo pides para que cambie de opinión respecto a tu futuro. Pero no me harás caer en tu trampa. Yo ordenaré tu Late Harvest para esta noche, a ver si el vino te ablanda el corazón y obedeces a tu hermanita.
A estas alturas yo estaba sinceramente desconcertada. Miré el cielo y vi nubes, cerré los ojos y sentí una agradable brisa, me paseé por los alrededores buscando un camarógrafo y sólo encontré a un hombre barriendo que no parecía notar a los ¿mendigos?, pero a quien saludé con un cortés buenas tardes. Luego volví a observar a los “millonarios” y vi que estaban de pie y él sostenía con su mano izquierda la mano derecha de ella, quien con su izquierda hacía lo propio con la derecha de él. Sonreían. Sonriendo él, sonriendo ella…sonriendo yo. Entonces me marché a casa.
Permanecí aquella noche, el día entero siguiente con su noche y la mañana y tarde del subsiguiente pensando permanentemente en mi par de…de…personas. Ellos vivían con algo que los demás no incorporaban en su quehacer diario, vivían preocupados, pero sólo de sus propios asuntos. Vivían gloriosos, inspirados en un posible pasado supuestamente perdido y por eso es que quizás no estaban tan perdidos como el resto de mis conocidos. No había añoranza en ellos, pero había complicidad. La vida no ha sido generosa conmigo y nunca he negado que esto me resiente, pero la vida tampoco fue buena con estas personas y ellos no deben negar ni aceptar resentimientos como todos los demás, pues simplemente no los tienen, a cambio, se tienen el uno al otro, yo, en tanto, no tengo familia viva, pero ésa no es ninguna excusa, ya que podría haberme aliado al hombre de la florería de la esquina de mi casa o a mi secretaria, en tanto, decidí esquivarme, negarme a mí: lo más desdichado, porque es infinitamente aburrido. Resumiendo, dos días después de haberlos conocido volví con ellos. Sólo a observarlos.
Llovía en la plazoleta. Las aguas turbias de bajo el puente acarreaban un olor asqueroso. Mis mendigos estaban en el mismo lugar del otro día, pero rodeados ahora de bolsas de basura las cuales escarbababn con el mismo aire noble de siempre:
-Oh, querido. Estos baúles de la abuela contienen joyas impresionantes, ¿no lo crees?
-Por supuesto. ¿Qué te parece este anillo de diamantes Luis XIV para el compromiso con Mary?
-Inmejorable, darling, inmejorable. ¿Y este pañuelo de seda para que yo lo use ese día en la Catedral?
-No. Te vendría más el de lino hindú. Llamaré a la criada para que venga a ordenar todo esto. Ve a dormir.
-Sí, mis aposentos me esperan. Mañana es el gran día: ¡conocerás a Mary!
Entonces ella se arrastró tras la bolsa negra más grande y se acurrucó a dormir, él, en tanto, se asomó por sobre la barandilla del puente y se quedó pensativo. Reconozco que me pareció apuesto y no es algo que suceda con frecuencia, ya que los cuerpos de los hombres que veo diariamente me parecen muy arregaldos. El de mi mendigo no era así. Sentí celos de Mary y de Catalina, aunque por ella sentí más pena que otra cosa. Me reí de ellos e incluso de mí y me alejé suspirando por la callecita empedrada. Mañana, pensé, “mañana voy a hablarles”.
Durante la noche y el resto del día la espera se hizo eterna. Estaba ansiosa y el sol brillaba.
Llegué con una rosa entre las manos. Mi corazón se oprimió y el estómago se me hizo un nudo ciego que gracias a su liviandad pudo subir hasta mi garganta: ¡mis mendigos no estaban!
Juro que recorrí toda la plazoleta, el puente, el río, tres calles a la redonda, pero nada. Luego volví al que habría sido nuestro lugar de encuentro y nació en mis piernas un hálito de esperanza: el barrendero de siempre estaba trabajando allí:
-¡Señor! Por favor, dónde están los mendigos.
-¿Qué?. Buenas tardes. Ahora explíqueme de qué habla.
-Del chico y de la chica. Siempre están acá. Justo acá. Cerca suyo, por favor, se lo suplico, ¡recuerde!
-Señorita: cálmese. Acá nunca ha habido nadie más que yo, unos cuantos perros que desparraman basura, pocos transeúntes y recién hoy, usted misma.
El hombre me miraba con atención. Entonces bajé la vista y el sol dejó de brillar.
































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